30/7/10

Cuartos de escritores.

Cuarto de Virginia Woolf. Fotografía: Eamonn McCabe.

Desde el año 2007 en el blog de libros del periódico británico The Guardian varios escritores han aceptado escribir un breve texto sobre el lugar donde trabajan. El doctor Calle nos mostró algunos, y nos dio la buena idea de traducirlos. En esta entrada anotaremos los autores que vayamos publicando:












29/7/10

Cuartos de escritores: Adam Thirlwell

Fotografía: Eamonn McCabe

Resulta que estoy rodeado de todas las herramientas para escribir posibles: portátil, máquina de escribir, cuadernos de notas, memorias USB, lapiceros. Jamás había notado esta obsesión multifuncional. Suelo tomar notas en cuadernos (siempre los mismos lapiceros, siempre los mismos cuadernos). Copio algunas notas en la memoria USB. En otras ocasiones escribo directamente en el portátil —siempre distraído a causa de mi intermitente atención y las tentaciones del internet.

La Olivetti que está sobre mi escritorio fue un regalo de mi novia. Todavía intento mejorar mi mecanografía para usarla correctamente. Debajo de la mesa está su estuche rojo —junto a otra máquina de escribir portátil (negra): una Remington de los años 30’, que compré en un mercado de pulgas, antes de descubrir que ni la W ni el cilindro funcionaban—, que le combina. La publicidad original de la Remington afirmaba que era tan liviana que hasta un niño podía cargarla. Mentira.

La cama no es un regalo de mi novia: se la usurpé. Solía marinarme en ella —una estado mental cercano al dormitar—, pero por el momento está bloqueada por el manuscrito de la nueva traducción de la gigantesca novela de Victor Hugo Les Misérables, sobre la que estoy escribiendo. Así que nada de dormitar, o pensar, por ahora. Junto al manuscrito hay un mapa turístico de París que utilizo para alentar mi huída de esta mísera pila de papeles.

Sobre mi escritorio tengo dos libros amados, ambos regalos: la primera edición británica (1947) del libro de Vladimir Nabokov sobre Nikolái Gógol; y la primera edición, publicada en París en 1929, de una colección de ensayos seleccionados por Joyce sobre el Finnegans Wake. Supongo que son una especie de talismán. ¿Para qué? No sé exactamente: son mis amigos imaginarios.

Hay libros alrededor del cuarto, sobre el piso, porque arrendamos el lugar por poco tiempo (lo que también explica la ausencia de cuadros). Pero me gusta la desnudez espontánea. Los libros forman un friso improvisado; es doblemente literario.

La petaca de peltre, de mi hermana, está vacía.


Adam Thirlwell (1974) nació en Londres. Actualmente vive en esta ciudad. Es colaborador de la revista Areté y de los períodicos The Guardian y The Squire. En el 2003 publicó su primera novela, Política. La editorial Anagrama acaba de publicar su segunda novela, La huída.

28/7/10

Cuartos de escritores: David Lodge


Fotografía: Eamonn McCabe


Comencé, como muchos escritores, con una pequeña mesa en la esquina de un cuarto, y me gradué en este amplio y cómodo estudio en el primer piso de mi casa, en la siempre llena de hojas Edgbaston, Birmingham. Lo que ven es la mitad de una habitación que se abre más o menos con la misma extensión, llena de estanterías, archivadores y un escritorio donde suele estar mi computador. Me gustaría escribir los primeros borradores a mano en la mesa grande, unas pocas páginas a la vez, y luego pasarlas al computador; pero a medida que me encuentro escribiendo más y más directamente en el computador, he decidido trasladar toda la operación al escritorio más espacioso, con su agradable vista al patio y al jardín de atrás.

Los muebles son alemanes, para ejecutivos, construidos como un Audi. La mesa puede inclinarse si uno quiere. La silla se ve un poco hostil, como una silla eléctrica, pero ergonómicamente es perfecta. La impresora de láser domina el primer plano de la foto, pertinente, ya que constantemente imprimo mi work-in-progress, lo releo, corrijo a mano, edito luego en la pantalla e imprimo de nuevo, etcétera. Una sola página de una novela puede pasar por 10 o más borradores de esta manera.

Mirando con cuidado, tal vez con una lupa, verán otras herramientas del oficio: un teléfono (que muy de vez en cuando timbra por razones profesionales desde la llegada del correo electrónico), un diario, una calculadora, un cuaderno argollado en el que llevo listas de cosas por hacer y que renuevo constantemente, un atril, archivadores A4 para conservar pruebas, una caja que funciona como bandeja de entrada, un diccionario debajo de ésta, y un montón de lapiceros, lápices, tijeras, un resaltador, un abrecartas y un humectante para los labios.

En la pared está una caricatura que David Levine hizo de mí para The New York Review of Books, y un documento firmado por el Ministro de Cultura de Francia concediéndome el título de Caballero de la orden de las artes y de las letras -una suerte de salvoconducto, supongo.


David lodge (1935) es inglés. Casi todas sus novelas han sido publicadas en Anagrama. Ha trabajado como guionista para la televisión, adaptando series basadas en libros suyos y de Charles Dickens.

26/7/10

En Vitrina:


Alberto Savinio: Nueva enciclopedia, Acantilado.

Lev Tolstói: La tormenta de nieve, Acantilado.

Antonio Tabucchi: La oca al paso, Anagrama.

12/7/10

El espejo de las ideas o 100 pequeñas celebraciones.

"There is no such thing on earth as an uninteresting subject; the only thing that can exist is an uninterested person"
G.K. Chesterton, Heretics.

El espejo de las ideas. Michel Tournier. El Acantilado. 2000. 235 páginas.

“Este breve tratado parte de dos ideas fundamentales. La primera sostiene que el pensamiento funciona con la ayuda de un número finito de conceptos-clave, que pueden ser enumerados y elucidados. La segunda admite que dichos conceptos van a pares, pues cada uno posee un «contrario» ni más ni menos positivo que aquél”. De esta manera resume Michel Tournier su magnífico libro sobre las “categorías” que, según los filósofos, gobiernan el pensamiento humano. Tournier recuerda cómo en el pasado Aristóteles, Leibniz y Kant habían intentado descubrir esos dichosos conceptos que constituyen los bloques elementales con los que se construye el edificio del pensamiento. Siguiendo esta tradición, Tournier describe 100 conceptos contrarios –que no contradictorios–: el amor y la amistad, la risa y el llanto, el gato y el perro, el animal y el vegetal, el augusto y el payaso blanco, el sótano y el desván, el vertebrado y el crustáceo, el agua y el fuego, el placer y la alegría, el talento y el genio, el signo y la imagen, el sol y la luna, dios y el diablo (sólo por nombrar aquellos que más disfruté).

Pero Tournier no es un filósofo: es ante todo un escritor (y qué escritor). Por eso no hay que esperar de este libro el árido y a veces complicado lenguaje del filósofo. Cada concepto está expuesto con toda la belleza y brevedad posibles; las 54 parejas son espléndidas miniaturas. (razón tenía Gracián: "lo bueno si breve, dos veces bueno".)

Y como todo excelente escritor, Tournier no se limita a la ya rigorosa tarea de definir bellamente cada concepto, sino que también logra descubrir las más sutiles relaciones entre estos. Veamos lo que dice cuando nos habla del vertebrado y el crustáceo:


Contra las agresiones exteriores, el ser vivo puede elegir entre la ligereza –con la que puede esquivar y huir– y la seguridad de una coraza y un escudo que permiten –y en parte también imponen– la inmovilidad.

Los animales agrupados en los artrópodos –como los crustáceos– han elegido la segunda opción. Sus órganos blandos están encerrados en caparazones de quitina de gran eficacia protectora. Pero esta protección les aísla de los demás y empobrece sus intercambios con el mundo exterior. (…) En los artrópodos, lo duro está afuera, lo blando dentro. En los vertebrados, lo duro está dentro, y lo blando afuera.

(…)

En el ámbito de lo espiritual, hay que oponer la agilidad y la abertura de los escépticos a la protección paralizante del pensamiento dogmático. Bajo su caparazón de convicciones, el creyente goza de una tranquilidad moral que él considera la justa recompensa del hombre bienpensante. Pero en esa tranquilidad, intervienen en gran medida la sordera y ceguera hacia los demás. A veces, sin embargo, el creyente llega a entrever con envidia la libertad del escéptico, como François Mauriac, fascinado por la flexibilidad y frescor de André Gide.



Michel Tournier.

Dice Michel Tournier en este libro, que en la historia de la literatura podemos ver dos corrientes opuestas: una de irrisión, otra de celebración. En la primera están los libros que no son sino "monumentos de irrisión (...) donde no hay un solo personaje que no sea grotesco, lamentable o repugnante"; en la segunda están los libros que buscan "cantar la belleza del mundo, la grandeza de los héroes, la gracia de las muchachas". Y en esta gran tradición literaria se encuentra este libro, una rara mezcla entre pensamiento abstracto e inspiración poética. Cada una de las parejas que conforman este libro impar es una pequeña celebración a "la belleza del mundo", al gran laberinto de relaciones que rodea cada cosa, a la complejidad y simplicidad de los conceptos, al pensamiento mismo.


Nota. En la década de los 90, fue editorial Alfagura quien publicó la narrativa casi completa de Tournier: El vagabundo inmóvil (1992), Viernes o los limbos del pacífico (1992), La gota de oro (1994), El Rey de los Alisos (2006), El urogallo (2006). Desafortunadamente es ya casi imposible encontrar alguno de estos títulos en las librerías. Por suerte, Acantilado, editó recientemente dos de sus libros de ensayos, ambos muy recomendados: Celebraciones (2002) y El espejo de las ideas (2000).


11/7/10

Bernhard, Sebald y las carnicerías

Las carnicerías siempre me han resultado desagradables. Sólo en las calles vecinas de la casa hay al menos tres. Una, la que queda casi al frente de mi ventana y que acaba de apagar las luces, siempre me pareció sospechosa: cuando escuchaba la noticia de que las autoridades encontraban carne de caballo o pescados podridos, una idea, siempre la misma, me pasaba por la cabeza. De niño, naturalmente, pasé por allí, y nunca se me van a olvidar los azulejos manchados de sangre de la pared, el señor que desde atrás de la vitrina se quedó mirando.

Si tomo los últimos veinticinco años puedo escoger un escritor y puedo escoger un libro: Thomas Bernhard, y Austerlitz, de Winfried Georg Sebald. ¿Por qué? Porque los libros de Bernhard me traen la idea de que todo empezó con música, y Austerlitz porque simplemente es de lo mejor que he leído y encaja con la restricción: 2001.

Además, claro, porque encontré algo sobre las carnicerías.

El italiano es un cuento inacabado de Bernhard, que luego en 1971 fue adaptado –con guión del escritor– para una película, hasta hoy inconseguible: Der Italiener, del director Ferry Radax. El guión, que más que eso es un capricho, para escuchar interminablemente, como el protagonista, el Cuarteto de cuerda nº 1 de Béla Bartók, “que desde hace años no escucha otra música”, empieza con un paseo fúnebre, el recorrido desde la iglesia del pueblo de un montón de niños que sostienen un palio, y pasan al frente de la carnicería, los monaguillos:

«… ven por la puerta de la carnicería una vaca que se desploma como si hubieran disparado con una pistola de sacrificar reses. Se ve la caída de la vaca, los monaguillos se han detenido asustados y miran la vaca caída, el PALIO que agarraban firmemente cae al suelo, el CARNICERO ve a los monaguillos que, cada vez más asustados, están fascinados por la vaca que se ha desplomado, el paño del PALIO está en el suelo, los monaguillos levantan el PALIO, sin dejar de observar a la vaca, el carnicero comienza inmediatamente a descuartizar la vaca, primero la sujeta de las cadenas con las que cuelga el cadáver contra la pared, se ve cómo el carnicero levanta cada vez más a la vaca sujeta a los ganchos de zinc de la pared de baldosa […] ahora se ve que en media hora escasa se puede matar una vaca y colgarla y despedazarla y prepararla, tenemos que vérnoslas con un carnicero tan experto, aunque los monaguillos ven eso todos los días en el camino del colegio, vuelven a estar ahora fascinados por el proceso. Por la habilidad del carnicero, están cautivados». (El italiano, p49, Alianza Editorial)

Imágen de la película Der Italiener

Además del rojo en las paredes y los disgustados anfitriones, las carnicerías contienen aun algo más repulsivo: el olor, el olor a carne fresca que llama a las moscas y a los perros. La segunda carnicería, no ya visible desde acá pero que se encuentra a apenas una cuadra, es prácticamente la casa de unos tres perros, los mismos hasta que su fuerza lo permita, pues los continuos y jóvenes invasores quieren también su puesto, suceder a los viejos cuando sus ladridos no sean sino una tímida amenaza. He visto cómo un perro nuevo que desconoce la jerarquía del barrio llega a disfrutar de, aquí más que nunca, los placeres de la carne, y cómo, lastimado, le toca correr falda abajo huyendo de sus agresores.

El italiano de Alianza trae unas imágenes de la película, la tercera es del carnicero y la vaca, se ven los inconfundibles ganchos de zinc, unos azulejos blancos al fondo. El que tiene sí, muchas ilustraciones, es Austerlitz, y hasta donde sé todos los libros de Sebald. Están llenos de imágenes, desde ellas cuenta sus historias,

que son un recuerdo que trae otro. Habla de la arquitectura de las estaciones de tren, de las polillas, de la fortaleza de Breendonk, en Bélgica, allí ve una rejilla y un cubo de lata, entonces:

«… surgió del abismo la imagen de nuestro lavadero en W. y al mismo tiempo, evocada quizá por el gancho de hierro que colgaba del techo de una soga, la de la carnicería por delante de la cual tenía que pasar siempre al ir al colegio y en donde, al mediodía, estaba a menudo Benedikt con un mandil de goma, regando las baldosas con una gruesa manga. Nadie puede explicarme exactamente qué ocurre dentro de nosotros cuando se abren de golpe las puertas tras las que se esconden los terrores de la infancia». (Austerlitz, p29, Anagrama)

Será la sangre en la pared, la imagen que queda. El miedo por entender la descomposición de lo orgánico, todos yendo al colegio. Lo que no sabía, era que Bernhard y Sebald vivían en la misma cuadra.


Actualización: Der Italiener fue realizado por encargo de la wdr (radiotelevisión de la Alemania Occidental), por Ifage-Filmproduktion, bajo la dirección de Ferry Radax; cámara, Gerard Vandenberg. Los actores fueron Rosemarie Fendel, Fabrizio Jovine, Karin Braun, Erwin Höfler, Kurt Jaggberg, Klaus von Pervolesko e Isolde Stiegler.