29/11/09

"Lo que me hace sentirme yo mismo es mi pasado, la existencia de mi pasado. Es lo único que me justifica como hombre, lo que da sentido a mi existir"


Agradezco y quedo corto, por dos regalos: el facsímile de la noticia publicada en el diario El Tiempo, el 15 de junio de 1996, de la muerte del escritor italiano Gesualdo Bufalino, y El Güerrín Mezquino (una novela/obra de marionetas aparecida en 1993, que no hace parte del catálogo de Editorial Anagrama (es decir, no traducida por Joaquín Jordá), sino parte de la colección La pequeña biblioteca, de Editorial Norma, traducida por Martha Canfield. La señora Canfield, uruguaya nacionalizada italiana, entre otros, ha traducido a Valerio Magrelli).

Hablaré del primero: un día el Doctor Calle llegó a la librería con una caja llena de libros. Invitado a una decapitación, de Vladimir Nabokov, era el segundo libro que me regalaba. También había un Pedro Páramo del Fondo de Cultura Económica; no sé quién lo haya escogido, pero antes que el nuevo dueño, alcancé a sacar un recorte del año 1982, tomado de El País de Madrid, del suplemento Lecturas Dominicales, páginas ocho y nueve, una entrevista con Juan Rulfo. Ya en otro Páramo descansa el recorte.

Con idéntico modo de archivo, la necrología, borrosa, la guardo en la Perorata del apestado. Aparecida en la sección Gente, se lee:

MURIÓ GESUALDO BUFALINO
El escritor italiano falleció en un accidente de tráfico
Efe

El novelista y poeta italiano Gesualdo Bufalino, uno de los escritores más destacados de los últimos 25 años, falleció ayer en un accidente de tráfico ocurrido en una carretera estatal de la isla de Sicilia.

El accidente sucedió en la carretera que une las localidades de Vittoria y Comiso, de la provincia meridional siciliana de Ragusa.

Bufalino murió en el hospital de Comiso, su ciudad natal, donde fue ingresado con un trauma craneal después de que el automóvil en que viajaba chocó, por causas que por el momento se desconocen, con otro coche que transitaba en el sentido contrario.

El escritor italiano transitaba con su chofer, de 60 años y con una acompañante de 40 años.

Gesualdo Bufalino nació en 1920 en Comiso (isla de Sicilia). Desde pequeño, su padre le inclinó a la lectura y a los once años escribió su primer soneto.

Cuando tenía 16 años descubrió al poeta francés Charles Baudelaire, a partir de una traducción en prosa italiana.

Más tarde tradujo Las Contrerimes de Toulet, que bastantes años después reformó y se publicó en 1983.

Dedicado sobre todo a la poesía, en 1971 escribió su primera novela, Peroata del apestado [sic], basada en experiencias personales, donde se reflejó su amplio conocimiento de la cultura francesa.

En efecto, por esta novela recibió diez años más tarde, cuando fue publicada, el premio Campiello, el galardón literario más prestigioso de Italia.

La publicación de su primera novela se produjo casi por casualidad. Un pequeño editor de Palermo descubrió que había escrito el prólogo de un libro de fotografías locales.

El editor intuyó que debía tener otras cosas escritas y consiguió convencerlo de que las publicara.

A la Perorata del apestado le siguió El hombre invadido y Argos el ciego, en 1987 y Las mentiras de la noche, 1988. Con esta última novela consiguió el prestigioso premio italiano Strega.

Sin embargo, a pesar del éxito, Gesualdo Bufalino, decidió por timidez, obstinación o cualquier otra causa, no publicar nada más hasta su muerte.

Según palabras del propio autor, "frente a la dulzura de escribir, el publicar se convierte para mí en una angustia".

Otras de sus obras más conocidas son: Museo de sombras, El hombre, Qui pro quo (todas como narrativas); La miel amarga, de poesía; Dizionario del pernosaggio di romanzo y Cereperse, en ensayo.

Bufalino se definía como lector, después espectador cinematográfico y luego como escritor. También se dedicó a la enseñanza y fue director del instituto de su localidad hasta que se jubiló a los
sesenta años.

Con su muerte, se va una de las plumas más destacadas de la actual narrativa italiana.


Buscando dónde se decía lo del soneto y los once años, encontré algo que hasta ahora era una fotografía: la entrevista que Leonardo Sciascia le hace a Gesualdo Bufalino, en marzo de 1981, para la revista L'Espresso. Publicada por el Diario ABC el 21 de junio de 1996, la encuentro en su excelente hemeroteca virtual:

«Parto de la base de que existen textos morales que es necesario hacer públicos... Me temo que éste no es mi caso; por tanto, ¿para qué publicar mis escritos? Cuando escribo tengo la sensación de abandonarme a un acto de lascivia, a una especie de interminable y falsificada habladuría sobre mí mismo, por lo que creo que mi escritura debería limitarse a un uso estrictamente privado. Es una presunción, lo admito, y quizá sea una forma de no confesar una rara cobardía: la de sufrir la publicidad como si fuera una "radde rationem", una vergüenza, un sentirse desnudo y humillado, como cuando uno va a tallarse antes de hacer el servicio militar».

«Leonardo Sciascia. -En este momento de mi vida, después de haber publicado una veintena de libros y haber conseguido un cierto éxito, una cierta notoriedad, puedo decirle que mi experiencia confirma su presentimiento: se trata de una aventura realmente siniestra. Pero el hecho es que uno no puede dejar de vivirla. Estadísticamente es imposible huir de tal destino; su propio caso lo confirma. Todo sucede en los primeros diez años de nuestra vida: por mucho que lo retrasemos, ese destino está al acecho, dispuesto a atraparnos en cuanto nos abandonemos, en cuanto nos distraigamos, y, en ciertos casos, incluso después de la muerte. Todo sucede en los primeros diez años de vida, y más aún en el caso de un escritor.

Gesualdo Bufalino. -Sí, pienso que los primeros diez o doce años de nuestra vida nos configuran por completo. Tengo algunos recuerdos que corroboran esta hipótesis: un día, cuando tenía seis años, arrastré a mi madre de un lado a otro de mi pueblo con el fin de que me leyera los nombre de las calles y esbozar con ellos un rudimentario Panteón nemotécnico. Desde entonces, este impulso de inventariar el universo ha estado siempre muy presente en mí. Más tarde, desde los 35 hasta los 40 años, trabajé, simplemente por gusto, en un interminable libro de los libros, una especie de "suma" de citas. También recuerdo que un día robé en una pescadería un montón de periódicos viejos. Me descubrieron y enrojecí de vergüenza, sobre todo porque, si los hubiera pedido, me los habrían regalado. Todo esto me hace llegar a la conclusión de que el mundo de la escritura ya se me presentaba como algo apetecible y prohibido, relacionado en cualquier caso con una práctica furtiva.

L. S. -Usted nació en Comiso en 1920 y ha vivido allí casi toda su vida. Yo nací en Racalmulto um año después y he pasado en él la mitad de mi vida. Pienso que, en los años 30, cuando comenzamos a leer el mundo através de los libros, los dos nos encontrábamos en una situación muy parecida: ambos leíamos los pocos libros que encontrábamos en casa, revista y periódicos viejos, la "Domenica del Corriere" y los escritores rusos editados por Barion o Bietti.

G. B. -Mi padre, que era herrero, amaba la literatura: tenía una "Divina Comedia" con ilustraciones de Doré, un "Ortis", un diccionario "Melzi" de 1909, un "Fabbro del convento", un "Guèrin", "El misterio del poeta" de Fogazzaro y "Los miserables". Este último libro lo leí infinidad de veces: me fascinaban sus divagaciones épico-líricas... Después vino "Guerra y Paz": Natacha me cautivó...

L. S. -Mi experiencia es muy parecida. La única diferencia es que la obra de Fogazzaro que teníamos en mi casa era "Malombra"... Me imagino que usted empezaría escribiendo versos.

G. B. -Sí, a los once años escribí un soneto que aún conservo. Después, hasta los veinte años, escribí cientos de poesías, que ahora parecen del siglo pasado. Pero en aquellos años nadie me había hablado de Ungaretti, de Montale...»


Fotografía: Giuseppe Leone


Comenzando con una noticia de muerte, termina uno pensando en un niño (que):

«Más alla lo turba el espejo antiguo, manchado de herrumbre, al cual se asoma para mirarse. El óvalo, enmarcado por sarmientos, le devuelve una débil mezcla de colores, el celeste de la camiseta, la palidez de la frente, el ardor de los labios. Y en el espejo se aterran dos ojos que un movimieto de párpados cubre o desvela.
"Dino", llama el niño y se toca, empieza a tocarse en cada punto del cuerpo, se vuelve a bautizar. "Frente", dice. "Ojos", sonríe. "Nariz", se ríe. No ha tenido tiempo de saciarse del juego y ya tira sobre el espejo un retazo de tela de flores y le parece, ciego, que se ha matado».

Gesualdo Bufalino, Calendas griegas.

18/11/09

Notas finales

  Fuimos aprendiendo que la edición de un libro puede ser algo más que una simple producción en masa: desde la forma de encuadernación, los hilos para coser los cuadernillos, la calidad del papel... detalles que hacen del libro un objeto más perdurable. En la librería, en un lugar seguramente injusto -pero que también es un espacio donde inesperadas sorpresas pueden encontrarse- está acomodada una serie de libros: los de Celeste Ediciones; libros que hace tiempo están ahí y casi nunca se miran. Hace poco, mientras escogíamos qué llevar a una feria de colegio, hojeamos los libros de Celeste: en la última página, en la que algunas editoriales anotan algo como: "Este libro se terminó de imprimir en el mes x en el taller y del año...", la sorpresa fueron las notas finales de estos curiosos libros. Su fidelidad histórica, la verdad no nos importa; aquí una primera parte, tal y como aparecen, de ellas: 

Celeste Ediciones. Colección: Letra Celeste- Minúscula
  
1. La casa del gallo de viento, Washington Irving.
    Romances de la frontera, Anónimos.   

Acabóse de imprimir este libro el día 28 de agosto
de 1998, aniversario del primer viaje en tren
que hiciera Arthur Rimbaud, poeta
de 15 años, camino de
París.

2. La oreja de Lucifer y otros cuentos del demonio, Fernán Caballero.  

Acabóse de imprimir este libro el día 7 de septiembre de 1998,
aniversario del día en que Miguel de Cervantes zarpara,
a bordo de la galera Sol, desde Nápoles hacia
España y, sin él saberlo, hacia los corsarios
berberiscos que le hicieron prisionero.


3. La mujer negra y otros cuentos de aparecidos, José Zorrilla.

Acabóse de imprimir este libro el 25 de abril de 1999, aniversario
del día en que se devolvió por fin la libertad a Don Ramón
del Valle Inclán, condenado a quince días de prisión en
la cárcel Modelo de Madrid por haberse negado
a pagar una multa de 250 pesetas que
se le impuso por escándalo 
público en el Palacio
de la Música.   

4. El Golfo de las sirenas, Pedro Calderón de la Barca.   

Acabóse de imprimir este libro el 26 de abril de 1999, aniversario
del día en que se hizo público por primera vez un nombre
de un niño, nombre que habría de durar más
que las piedras de la iglesia de la
Santísima Trinidad donde le
 estaban bautizando:
Shakespeare,
William

7. La leyenda de Sleepy Hollow, Washington Irving.

Acabóse de imprimir este libro el 30 de octubre de 1999,
aniversario del día en que el autor de Melmoth el
Errabundo, Charles Robert Maturin, que
vivía en la miseria, tomó por error
un medicamento que
le libró de
ella.

17/11/09

En Vitrina:





Voltaire: Cuentos en prosa y verso. FDCE.

Susan Sontag: Sobre la Fotografía. Alfaguara.

George Steiner: George Steiner en The New Yorker.FDCE.

...

La última edición en línea de la revista cultural Arcadia dedica sus páginas "Al asunto del género"; a mujeres como Susan Sontag, Dorothy Parker, Marina Tsvietáieva... Jean Rhys. Sobre ésta última se lee al final del artículo: Con dificultad, se puede encontrar en librerías en Colombia la edición de editorial Anagrama de Ancho mar de los Sargazos. Solo esa.
En Libélula, en la librería, estaba Ancho mar de los Sargazos, pero no esa, sino la de Ediciones Cátedra. Se vendió hace una semana; después nos enteramos que era el único ejemplar que aparecía en el inventario nacional. No sabíamos, el libro estaba escondido en una de las llamadas bodeguitas. Quién sabe qué más habrá en ese lugar que vemos todos los días y que no conocemos.

8/11/09

Thomas Bernhard: la pesadilla como relato.

(Un niño camina de la mano con su abuela. Antes de comenzar el paseo, ella le enseña una oración que nunca olvidaría: rogar al Señor porque lo hiciera invisible ante los ladrones y las malas personas. Más tarde, lejos de cualquier afán o fervor teológico, ese niño incluyó no solo a aquellos sino al mundo entero, y así hasta hoy.)

La figura de Anna Bernhard, abuela de Thomas, amante por más de treinta años del sí reconocido cuando se habla del escritor y su leyenda, Johannes Freumbichler, es casi desconocida pero repetida por el escritor austríaco en sus libros. Como dato y legado de un adulterio, Bernhard es Bernhard y no Freumbichler (mucho menos Zuckerstätter, el apellido de Alois, el padre que nunca conoció) precisamente por la ilegitimidad de la relación de sus abuelos maternos.

Thomas Bernhard y su abuelo Johannes Freumbichler. Confirmación en julio de 1943.

«Siempre quise mucho a mi abuela», cuenta Bernhard en sus conversaciones con Krista Fleischmann, «Cuando [ella] se quemaba con la placa de la cocina, yo me reía como un loco, y cuando eso no ocurría durante semanas, durante semanas nadie se reía en casa. […] me metía en el cuarto de las escobas – y en el momento en que sabía que pasaba mi abuela, sacaba la mano, y ella se caía al suelo dando un grito horrible, casi con un ataque, porque yo la había asustado, de niño, porque me aburría.»

El italiano, es un cuento inacabado, prácticamente olvidado por Bernhard, que en el verano de 1970, motivado por la propuesta del director Ferry Radax de filmar una “serie de frases sobre mí mismo” pronuncia lo que se conoce como Tres días: tres días donde Bernhard se sienta en un banco de Hamburgo a hablar “sin preocuparse de por qué decía lo que decía”; unas 12 páginas en la edición de Alianza Editorial (que incluye además: el relato no terminado, el guión de la película y una nota de Bernhard a éste), unos 56 minutos de grabación. Terminado el “experimento”, Bernhard, contento con el resultado, le propone a Radax que escribirá para él un guión basado en un relato olvidado: Der Italiener.

Escenas de la película Der Italiener (Fotografías, aparecidas en El italiano, Alianza, 2001, de Heindrun Hubert)

Esto para decir que Tres días es el texto más curioso que he leído de Bernhard: un escritor que se jactaba de no tener un modelo, de no considerarse un escritor, un intelectual, de no recordar o citar a ningún autor; salvo unas alusiones a Montaigne, Voltaire, Pascal…, Bernhard no habla de nadie con afecto, no considera a ningún escritor como su maestro. Aquí lo curioso: en seis líneas menciona a Musil, Pavese, Pound, Lermontov, Dostoievski, Turgueniev, Henry James: a todos se ha entregado sin reservas: «es un hecho que precisamente los autores que son para mí los más importantes son mis mayores adversarios o enemigos.»

Tres días, esas 12 páginas, a diferencia de, por ejemplo, El origen, el comienzo de su supuesta autobiografía, me parecen mucho más personales; y creo que la causa es que mientras El origen es perturbador, Tres días no lo es. Tres días es un extraño monólogo incompleto y casi tranquilo.

Bernhard sentado al fondo, Radax, con los audífonos, durante la grabación de Tres días.

Pero vuelvo con Anna Bernhard, la razón para hablar de Tres días. Allí se lee:

«Mi abuela, que me llevaba siempre además –por las mañanas atravesaba yo el cementerio, por la tarde me llevaba ella al depósito de cadáveres-, me levantaba en alto y me decía: “Mira, otra vez una mujer”. Nada más que muertos… Y eso tiene cierta importancia para cualquiera, y de eso se pueden sacar conclusiones sobre todas las cosas… »

¿Una abuela que lleva a su nieto a ver muertos?, sí, parece que sí; entonces lo del cuarto de las escobas parecería una dulce venganza. La historia, esta vez realmente perturbadora, se vuelve a leer en El origen:

«Siempre me había gustado ir a los cementerios, eso me venía de mi abuela por parte de madre, que había sido una apasionada visitadora de cementerios y, sobre todo, de depósitos de cadáveres y capillas ardientes, y que, muy a menudo, ya de pequeño, me llevaba con ella a los cementerios para enseñarme los muertos, los que fueran, sin parentesco alguno con ella, pero sin embargo expuestos siempre en los cementerios, siempre la fascinaron los muertos, los muertos expuestos, y siempre intentó transmitirme esa fascinación que era una pasión, sin embargo, al levantar a mi persona hacia los muertos expuestos sólo me había aterrorizado siempre, todavía hoy veo con mucha frecuencia cómo me llevaba a los depósitos de cadáveres y me levantaba hacia los muertos expuestos y cómo me sostenía en alto tanto tiempo como podía aguantar, una y otra vez sus lo ves, lo ves, lo ves, y cómo me sostenía hasta que yo lloraba, y entonces me dejaba en el suelo y miraba ella todavía largo rato los muertos expuestos, antes de que saliéramos otra vez del lugar de las capillas ardientes. […] mi abuela, que no me enseñó más que a visitar cementerios y a contemplar y observar intensamente los muertos expuestos.»

Años después (1981), en Mallorca, Thomas Bernhard le confiesa a la periodista Krista Fleischmann que le gustaría ir con ella a un cementerio de Palma, esconderse tras una losa…

«Me gusta mucho ir a los cementerios de Viena, muy cerca de mí al cementerio de Döbling o en Neustift am Walde al cementerio, y me alegro ya pensando en las inscripciones que conozco de antes, en los nombres.» (Tres días)

« […] a menudo me sentaba en una lápida caída para, apartado por una o dos horas, poder tranquilizarme.» (El origen)

Bernhard y su abuela, los cementerios, su aterradora enseñanza: y esta frase que lo revela todo: «Ésa es la gran ventaja, saber que uno es su propio cadáver.»

-Thomas, ¿lo ves, lo ves?, ¿lo ves?, ¿por qué lloras?

Y un niño, maldita sea, que hubiera dado lo que fuera por ser invisible.

5/11/09

Coda a las nuevas reflexiones

"Copié y le di las dos traducciones de Cavafy que le habían gustado, aunque no tenían nada de literales. Ahora existe ya un canon para sus textos, establecido por las excelentes traducciones de Mavrogordato, y en cierto sentido el poeta ha quedado libre para que otros poetas trabajen sobre su obra. He procurado trasplantar más que traducir, pero ignoro si los resutaldos valen la pena."

Lawrence Durrell - Justine
(La negrita es mía)

2/11/09

El hombre que fue Jueves.

[No voy a referirme ahora al eterno problema de las traducciones. Aún así, quiero señalar que en la traducción del título de mi edición de esta obra hubo un olvido. Un olvido que puede resultar bastante ilustrativo para los lectores de esta novela. El olvido del que hablo es este: el maravilloso Alfonso Reyes no tradujo el título completo; Reyes traduce: El hombre que fue Jueves; el título original es: The man who was Thursday: A nightmare. Una pesadilla.]



El ánimo de estas breves palabras no es revelar o resumir, alabar o execrar, sólo buscan advertir. Quisiera advertir a todo posible lector que El hombre que fue Jueves, no es, a mi criterio, una buena novela para iniciarse en la feliz y exquisita prosa de Chesterton.

No afirmo que la novela sea mala, pero sí sostengo que el final está un poco descuidado, inacabado. Los primeros capítulos siembran la expectativa de un emocionante final; expectativa que es con creces defraudada. En otras palabras: el principio del libro no es digno del final. Un final ambiguo –si es que acaso quiere decir algo-, falto de la emoción, el ingenio y el humor que deleita al lector durante la mayor parte del libro.

Mis juicios pueden parecer bastante irresponsables. Dudé expresarlos. ¿Quién es este torpe lector para criticar a uno de los hombres más memorables de toda la literatura?

Revisé dos biografías de Chesterton accesibles a través de Internet tratando de confirmar mis sospechas; una de Patrick Braybrooke (Gilbert Keith Chesterton. Martin Secker, 1915), la otra de Julius West (G. K. Chesterton. A critical study. The Chelsea Publishing Company, 1922). Al leer varios fragmentos, creo, acerté. A modo de ejemplo, uno:

“El problema de “El hombre que fue Jueves” no es su difícil comprensión, sino la gradual decadencia de interés del autor en el libro acaso porque éste se alargó.”(…) “Comienza excelentemente, pero el final del libro es sólo un torbellino salvaje, una pesadilla con un toque de cinematógrafo.”

(G. K. Chesterton. A critical study. The Chelsea Publishing Company, 1922. Page 35)

Alabar o execrar una obra por su final es una injusticia, lo mismo que alabarla o execrarla por su principio o por uno o dos de sus pasajes. Aún así sostengo que el lector que por primera vez se acerque a Chesterton puede llevarse una mala impresión si comienza por El hombre que fue jueves. En mi caso, si hubiera leído El hombre que fue Jueves antes de leer cualquier otra obra de Chesterton, dudo mucho que mi interés por este autor hubiera continuado.

Termino por creer que El hombre que fue Jueves es una novela que posee ciertas virtudes, muchas virtudes, pero que la posteridad, los futuros lectores de Chesterton, verán como una ingeniosa, compleja, cansada curiosidad.



En Vitrina:




Caín. José Saramago. Alfaguara.

Dissipatio humani generis. Guido Morselli. Laetoli.

Narrativa Completa. Dorothy Parker. Debolsillo.