28/8/10

Cuartos de escritores: Colm Tóibín


Fotografía: Eamonn McCabe


La ventana de esta habitación mira hacia la parte trasera de los edificios del centro de Dublín. La mesa la despaché desde un apartamento que tenía en Nueva York cuando disfrutaba de una beca en la Biblioteca Pública. La silla es una de las más incómodas jamás fabricadas. Después del trabajo de un día el dolor causado aparece en partes del cuerpo que uno no sabía siquiera que existían. Eso me mantiene despierto.
El pequeño cuadro que está al final de la repisa de la chimenea es de Vinegar Hill con una vista hacia Enniscorthy, en el condado de Wexford, que se podía contemplar desde la casa en la que fui criado. Lo hizo mi madre, quien murió hace siete años. La máscara africana que está cerca del suelo, pertenecía a mi hermano menor, Niall, quien murió inesperadamente hace dos años. Detrás de la máscara hay una página enmarcada –con un tamaño de letra grande- del Finnegans Wake que alguna vez perteneció a James Joyce.
Escribo a mano en cuadernos y con estilográficas desechables, cubriendo solamente el lado derecho de la hoja para el primer borrador, luego reescribiendo algunas frases y párrafos en el lado izquierdo, y luego, después de un rato, pasando el producto a un computador que está en el otro cuarto. Actualmente tengo el primer tercio de una nueva novela, los primeros dos capítulos de otra y un nuevo cuento, todos escritos a mano y revisados, pero esperando a ser digitados. Nadie ha vista nado de esto. Mi caligrafía, sin que me dé cuenta, a veces se parece a la de mi padre, o a la de mi tío, o a la de mi madre. Apenas lo noto, hago que se parezca a la mía de nuevo.
El cuarto es como una cueva y tiene libros que amo. La puerta principal fue sellada y un boquete fue construido debajo de las escaleras (me fui lejos mientras todo esto pasaba). Los muebles quedaron encerrados, y una parte de mí está encerrada aquí también, o al menos eso espero, aunque a menudo trate de escapar. He dejado instrucciones: me gustaría ser enterrado aquí cuando muera o un poco antes, la cueva tapiada por los ladrillos.
Colm Tóibín (1955) es irlandés. Su libro The Master. Retrato del novelista adulto (Edhasa) basado en la vida de Henry James ha merecido varios premios. Como novedad, la editorial Lumen ha anunciado la publicación de Brooklyn, su última novela editada. Con Carmel Callil publicó The Modern Library: The Two Hundred Best Novels in English Since 1950.

25/8/10

Hace unos días publiqué como comentario la página de Antonio Tabucchi Una ballena ve a los hombres. El Doctor Calle apuntó entonces lo que dice Tabucchi en el prólogo de Dama de Porto Pim, donde aparece el fragmento: "Por último, el texto titulado Una ballena ve a los hombres... se inspira sin disimulo en una poesía de Carlos Drummond de Andrade, que antes y mejor que yo supo ver a los hombres a través de los lastimeros ojos de un lento animal".

La poesía, Un buey ve a los hombres, es esta:

Son tan delicados (más que un arbusto) y corren
corren de un lado a otro, siempre olvidados
de algo. Desde luego, les falta no sé qué atributo esencial, pues se muestran nobles
y graves, a veces. Ah, espantosamente graves,
hasta siniestros. Pobrecillos, se diría que no escuchan
ni el canto del aire ni los secretos del heno,
como tampoco parecen distinguir lo que es visible
y común en cada uno de nosotros, en el espacio. Y se ponen tristes
y movidos por la tristeza llegan a la crueldad.
Toda su expresión les mora en los ojos y se pierde
con un simple pestañear, con una sombra.
Nada en los pelos, ni en las extremidades de increíble fragilidad
y ¡qué poco monte hay en ellos,
y qué seguridad y qué recovecos y qué
imposibilidad de organizarse en formas calmosas,
permanentes y necesarias! Tienen, quizá, cierta
gracia melancólica (un minuto) y con ello se hacen
perdonar la incómoda agitación y el traslúcido
vacío interior que los vuelve tan pobres y menesterosos
que emiten sonidos absurdos y agónicos: deseo, amor, celos
(¿qué sabemos nosotros?), sonidos que se quiebran y caen en el campo
como piedras afiladas y queman la hierba y el agua,
y, después, difícil ha de sernos rumiar nuestra verdad.

El señor "Juanito Efectivo" comparte luego el link a una foto del ojo de una ballena, que Ángela Cuartas, escribe, no funciona. No quise que la imagen se perdiera, aquí queda, con el texto de Tabucchi:


Una ballena ve a los hombres

Siempre tan ajetreados, y con largas extremidades que agitan con frecuencia. Y qué poco redondos son, sin la majestuosidad de las formas consumadas y suficientes, pero con una minúscula cabeza móvil en la que parece concentrarse toda su extraña vida. Llegan deslizándose sobre el mar, pero no nadando, como si fueran pájaros, e infieren la muerte con fragilidad y grácil ferocidad. Permanecen largo rato en silencio, pero luego gritan entre ellos con repentina furia, con un galimatías de sonidos que apenas varían y que carecen de la perfección de nuestros sonidos esenciales: reclamo, amor, llanto de duelo. Y qué penoso debe de resultarles amarse: e híspido, casi brusco, inmediato, sin una mullida capa de grasa, favorecido por su naturaleza filiforme que no prevé la heroica dificultad de la unión ni los magníficos y tiernos esfuerzos para conseguirla.

No les gusta el agua, y la temen, y no se entiende por qué vienen tan a menudo. También ellos van bancos, pero no llevan hembras, y se adivina que están en otra parte, pero son siempre invisibles. A veces cantan, pero sólo para ellos, y su canto no es un reclamo sino una forma de lamento desgarrador. Enseguida se cansan, y cuando cae la noche se reclinan sobre las pequeñas islas que los transportan y tal vez se duermen o contemplan la luna. Se alejan deslizándose en silencio y es evidente que están tristes.

22/8/10

Por fin, las ballenas

Hay veces que uno se pierde. Las ballenas, por ejemplo, antes podían comunicarse con sus cantos de una esquina a otra del mundo. Ya no. Los ruidos de tantos barcos, de tantos taladros en la busca de petróleo, en fin, de tantos ruidos ajenos a ellas, hacen que sus llamados submarinos sean inútiles y también, sin saberlo, música para nosotros. Y hoy quizá sus sonidos no sean sino un reclamo por el primitivo silencio del océano, que tanto deben extrañar.

Pues las ballenas recuerdan, sino, ¿cómo explicar la costumbre de buscar tierra cuando se reproducen, cuando tantas veces aparecen muertas a la orilla, no será el recuerdo de su pasado en cuatro extremidades sobre el suelo?

De lejos se puede ubicar a una ballena por el chorro blanco que expulsa por el orificio encima de su cabeza. Ese vapor de agua que sale cuando respira, no se alcanza a ver cuando uno se empieza a acercar al animal: solo cierta distancia es capaz de dibujar la imagen. Al estar cerca de una ballena, un sonido apagado en cambio es lo que podemos percibir, y si es la madre con su cría, primero siempre el soplido profundo de ésta, y justo después la corta y casi silenciosa réplica del ballenato que nada un poco atrás.

Esto de las ballenas jorobadas, tan parecidas a las mujeres por la vanidad y el movimiento de la cola. También porque las dos son capaces de mover un mar.

Ya dentro del agua la situación es diferente: no se ven ya como un torpedo, o un submarino lento y cansado, las aletas se mueven ahora con fuerza y es impensable considerar que el océano no es su elemento. Otra sorpresa es el canto, y de nuevo la inmediata respuesta de la cría. La primera vez que se escucha el estremecimiento del cuerpo no deja pensar en nada: piensa uno que la respuesta ante el sonido es un escalofrío. Equivocación, es la energía de las vibraciones que con la densidad del agua no se pierde tan fácilmente como en el aire y que literalmente lo pone a uno a temblar. El sonido tampoco es ensordecedor ni insoportable, la madre, siempre primera, lanza un ruido agudo y que poco a poco va variando en su tono, el ballenato, seguramente excitado por el ruido y el eco que se forma, responde débil, aun más agudo y corto, pero convencido que su voz es capaz de llegar al otro lado del mundo, y uno, que solo piensa en no estorbar.

Hay veces que uno se pierde, sí, y el oxígeno se acaba y toca volver a la superficie. Ya se sabe que lo que abajo se sintió tan cerca puede ser, como en la mayoría de los casos, una ilusión del canto de las ballenas: en el agua los sonidos se propagan a distancias muchísimo mayores que en la atmósfera y lo que produjo el sonido puede estar a kilómetros de distancia. No fue el caso ese día, pues un soplido fresco y otro que lo seguía se escucharon. La madre rompía el oleaje para el hijo, pasaron por un lado, llevadas por la corriente, y ya el canto desde arriba no se escuchaba. Cosa falsa esta última; se escucha todos los días.



Fotos: Iván Pisarenko

17/8/10

Feria del Libro.

El fin de semana pasado fui a la 23ª Feria Internacional del Libro de Bogotá y ya varios conocidos me han preguntado si vale la pena asistir. La respuesta, por supuesto, depende de los intereses de cada quien. Por un lado, si uno va por los escritores invitados se va encontrar c0n los de siempre: Jorge Franco, Santiago Gamboa, Mario Mendoza (el trío Planeta), Germán Castro (que ahora lanza su quincuagésimo segundo libro) y el infaltable grupo de ex-secuestrados. Gilles Lipovetsky y Catherine Millet, los invitados “estrella”, son, lastimosamente, poco conocidos. Por otro, según me cuentan, la “Muestra Internacional del Libro Digital”, es pobre y poco llamativa. Así pues, este año, me parece, la Feria no se justifica (afortunadamente) por sus invitados —salvo quizá por el editor de Acantilado, Jaume Vallcorba— ni por su gran "Muestra Internacional".

Para mí la Feria del Libro se justifica por dos razones: primero, para encontrarme con las editoriales y los libros que sé no van a llegar a Libélula; segundo, y lo digo sin pena, por las promociones. En resumen, para mí la Feria, repito, se justifica por lo que debería justificarse: por los buenos libros que podemos encontrar allí. Los invitados, las conferencias, los conciertos, las exposiciones artísticas, son, digamos, un complemento. Pero cuando estas cosas pasan a ser la razón principal de la Feria, algo anda mal. Son los libros y no otra cosa lo que debería engrandecerla. Por eso creo que esta fue una buena Feria: fueron muchos los buenos libros que pude conseguir. Voy a mencionar algunos:


El vagabundo inmóvil. El árbol y el camino. Michel Tournier.

Descubrí a Tournier este año, por recomendación de Tomás y el doctor Calle, leyendo El espejo de las ideas, libro publicado en Acantilado, que ya está dentro de mis favoritos. Estos dos libros de Tournier, en Alfaguara, ambos de "prosas breves", son dos joyas que difícilmente se encuentran en las librerías. Transcribo esta cita de El árbol y el camino que el doctor Calle a veces repite: "Esas manchas marrones sobre las páginas de los libros antiguos, quizá ya no sean sino la huella de las partículas de saliva de aquellos lectores que leían esos libros en voz alta. Huellas de lo oral sobre lo escrito". (Pág. 217)


Diarios (1925 - 1930). Diario Íntimo III (1932 - 1941). Virginia Woolf.

A finales de los años 80, Anne Olivier Bell, esposa de Quentin Bell, preparó la edición de los Diarios de Virginia Woolf. En español, los Diarios fueron publicados en la desaparecida colección El espejo de tinta, en tres tomos, el primero traducido por Justo Navarro y los restantes por Laura Freixas, fundadora de la colección. Los tres tomos son ahora difíciles de encontrar y, por suerte, en la Feria, hallé el tercero, que cubre los años 1932 - 1941. Además de éste dí con la no menos buena edición de Siruela, que comprende los años 1925 - 1930, el período más fértil (creativamente) de la autora. En la página 23 de la edición de Siruela me encuentro con esta frase: "En este momento sólo puedo anotar que el pasado es hermoso, porque uno nunca comprende una emoción en su momento. Se expande más tarde, y por tanto no tenemos emociones completas respecto al presente, sólo respecto al pasado (...) Ésa es la razón por la que reflexionamos sobre el pasado, creo".


Dos damas muy serias. Jane Bowles.

En mayo de 1981, una naciente editorial barcelonesa, hasta ese momento concentrada en publicar ensayos y "textos políticos en el ámbito de la izquierda heterodoxa", tras sufrir una pequeña crisis económica "como consecuencia del 'desencanto' y el subsiguiente desinterés por el ensayo", decide publicar Dos damas muy serias, dando inicio así a la colección Panorama de narrativas, uno de los fenómenos editoriales más sobresalientes de la actualidad. Con esta obra se inaugura una de las colecciones más influyentes en el mundo editorial hispanoamericano, que ha formado, paralelamente, toda una nueva generación de autores y lectores. La fiebre amarilla -como alguna vez se le llamó a la popular serie-, inició, nada más y nada menos, que con esta novela de Jane Bowles. El libro aparte de ser una rareza es una de las obras más originales de la literatura norteamericana (en palabras de Capote, quien prologa el libro). Lo confieso: no puede resistirme al morboso placer de tener el primer libro de Anagrama. Y lo mejor: a precio de huevo.


Si quien me pregunta, ¿vale la pena ir a la Feria?, está interesado en libros escasos, descatalogados, a buen precio o de editoriales independientes con poca distribución, le respondería sin vacilar: vale la pena.


En Vitrina:



Witold Gombrowicz: Curso de filosofía en seis horas y cuarto. Tusquets.

Muriel Spark: Memento Mori. Plataforma.

Giacomo Leopardi: Zibaldone. Gadir.

6/8/10

Cuartos de escritores: Seamus Heaney.

Fotografía: Eamonn McCabe

Este es un rincón del ático de nuestra casa en Dublín. Hay un segundo tragaluz en la inclinación opuesta del techo, mucho más amplio y bajo que el que se ve en la fotografía; a través de él tengo una vista despejada de la Bahía de Dublín, de Howth Head, y —dependiendo del clima— del ir y venir del puerto de esta ciudad.

La superficie del escritorio es una tabla apoyada en dos archivadores; pero cuando nos mudamos, hace treinta años, estaba conformada por dos tablones que servían de bancos en una sala de conferencias del Carysfort College —roble cuyas vetas habían sido pulidas por el imperceptible paso de un siglo de maestras.

Me gusta pensar que esa madera guarda un montón de virtud; también disfruto la naturaleza improvisada del arreglo. Siempre tuve un miedo supersticioso a colocar una mesa de escritura demasiado sofisticada para luego descubrir que la escritura había desaparecido. El ático fue rediseñado hace diez años, con los nuevos tragaluces y una pequeña remodelación para crear un muy necesitado espacio para mis libros.

En el escritorio, a mi derecha, estoy vigilado por un avetoro amarillo y por un póster enmarcado que anuncia la Lectura Faber realizada por Auden, Spender, Hughes y yo —lectura que terminó en conmemoración después de la súbita muerte de Auden. (Una foto en la cubierta muestra a los tres sobrevivientes sobre la tarima, de noche).

Detrás de mí, en la pared, hay un dibujo hecho por John B. Yeats de W.B. durante una séanse —un regalo de Frank McGuinness— y otro póster, de la madre de un amigo en sus años mozos, coronada como la reina de la papa de Dakota del Norte, en 1950.

El Diccionario Oxford —trece volúmenes— fue un regalo de despedida de mis colegas de Caryfort, en 1981; la botella de goma fue un regalo de mi hijo Christopher, y la copa de whiskey plateada junto a ella —“apenas un dedal”— de mi buen amigo Matthew Evans. Podría seguir…

Seamus Heaney (1939) es un poeta irlandés. En 1995 se le concedió el Premio Nobel de Literatura "por obras de belleza lírica y profundidad ética, que exaltan los milagros cotidianos y el pasado viviente". Como traductor destacan sus versiones del Beowulf, del Buile Shuibhne, del Arion (de Pushkin), de Ovidio y de algunos poetas centro-europeos. Actualmente vive en Dublín.

5/8/10

Cuartos de escritores: Siri Hustvedt

Fotografía: Eamonn McCabe

Un cuarto para escribir no es como otros cuartos, porque la mayor parte del tiempo la persona adentro no lo ve. Mi atención se centra en la página que está al frente, en lo que la gente hace o dice en el libro: la conciencia sobre las cosas que están cerca de mí se apaga, se separa de la vaga y sensual información que viene y va mientras reflexiono en la frase que viene. Sin embargo, sí siento la luz en mi cuarto. Mi estudio se encuentra en el piso más alto de la casa, que tiene cuatro. Las ventanas apuntan hacia el sur para que la luz del día atraviese los vidrios, e incluso en un día del más crudo invierno mi lugar de trabajo está siempre iluminado.

Generalmente me siento en mi escritorio hacia las ocho de la mañana y escribo hasta que mi cerebro empieza a cansarse, más o menos a eso de las dos en punto. La cabeza de la mañana es por mucho mejor que la adormilada que llega a la tarde, así que aprovecho las primeras horas. Tengo cantidades de libros de consulta a mi alrededor, varios tipos de diccionarios -bilingüe, médico y psiquiátrico-, 34 volúmenes del Grove Dictionary of Art, manuales de estilo, la Biblia, la Anatomía de Gray, algunas antologías de poesía, y cuando estoy sumergida del todo en un proyecto, de vez en cuando hay pilas y pilas de libros en el suelo que consulto cuando es necesario.

Una ecléctica mezcla de fotografías y objetos están clavados en el tablero detrás de mi escritorio y colocados en los estantes encima de él. Aparte de las imágenes de mi esposo, hija, hermanas y familiares, mis cosas favoritas son: una foto de Augustine, la histérica más fotogénica del neurólogo Jean-Martin Charcot, tomada de los archivos del Hospital Salpetrière en París y regalada por mi hermana Asti; siete llaves que encontré en el estudio de mi padre después de que murió, y que había etiquetado como "Llaves desconocidas"; su último pasaporte, que se venció seis meses después de su muerte; un mono de cuerda que tengo desde niña y un cerebro de goma que permanece en una pequeña base y que se puede desarmar. A pesar de que no paso mucho tiempo mirando estos raros tesoros, me gusta saber que están ahí.

Siri Hustvedt (1955) es una escritora norteamericana de ascendencia noruega. De hecho, el noruego fue su primera lengua y durante muchos años trabajó para proteger las historias de los inmigrantes provenientes de ese país. Circe, Anagrama, no hace mucho Bartleby Editores, han publicado algunos de sus libros.