27/10/09

Nuevas reflexiones sobre la traducción


Hay una idea extraña que parece rondar durante las últimas miradas aquí desarrodada sobre el tema de la traducción o, si prefieren, versión de una obra literaria: y es que parece un asunto subjetivo. Lo cierto es que no lo es. Hay una obra que queremos llevar a otro idioma, queremos, según creo, que la historia que cuenta sea leída por lectores que no conocen la lengua original. Y entre dos traducciones se puede señalar cuál es más cercana al, digamos, espíritu de la obra.
Ahora, la palabra 'espíritu' es problemática, más si pensamos en la traducción de la poesía, dónde es tan importante el fondo como la forma. Hace unos años, cuando la forma era primordial en la poesía (sacrificar un mundo para pulir un verso) los traductores se esforzaron en mantener avante el contenido, pero siendo fieles con el continente. Eran ejercicios intelectuales gigantescos mantenían la rima y además trataban de estar lo más cerca posible al contenido. Imagino al pobre traductor pensando si debe cambiar árbol por abedul, de manera que el verso funcione. De cualquier forma la inteción era ser lo más cercano posible al original. Después la forma dejó de ser tan importante y la rima se perdió en las versiones, se podría pensar que esto es positivo, en pos de conservar lo que de verdad se quiere decir. Y sin embargo, tanto trabajo, tanto esfuerzo del parte del poeta para que las sílabas se cuenten como manda el canon, para que la rima sea alegre y se delice por el verso sin ninguna artificialidad, como una música, como el viento entre las ramas de los árboles.
Es fácil juzgar cuál traductor es más fiel con el poeta, no tanto, cuál es más fiel con el poema. Tal vez sea este el asunto fundamental.
La obra, y ahora saltemos de un trapecio a otro mientras damos un triple salto mortal, también en la novela y en la literatura en general, es literatura independientemente de quién la escribió, o de quién la tradujo. El autor está presente durante el proceso, digamos, creador. Después debe defenderse sola. La pregunta sería entonces, en el caso de la versión: ¿Sigue siendo literatura? y si la respuesta es positiva ¿cuál es la importancia de que sea más o menos fiel a la obra original? La respuesta parece haberla dado hace unos días el doctor Calle cuando habló de Homero, Iliada, de Alejandro Baricco: una nueva escritura de este clásico en el que Baricco se dedica, guiado por la idea de adaptar el texto para una lectura pública, a releer y reescribir la Ilíada de Homero, construyendo con el material original una nueva versión.
Pocos se atreverían a decir que este nuevo texto es una traducción de la Iliada, y más bien muchos lo consideran una obra nueva. Si aceptamos esto tal vez podamos acercanos un poco a lo que es una verdadera traducción o al menos a algunas de sus características:

1. La intención debería ser primordial, infaltable, aunque no suficiente. El traductor debe saber que está haciendo tal cosa y no otra y que tiene una responsabilidad frente a la obra.

2. Conocer bien el idioma (modismos incluídos) tanto del original, como aquel al cual se va a vertir. Y ambos deberían ser tan fáciles para el traductor como si fuera la lengua nativa.

3. Conocer tan bien la obra que casi pueda escribir a la manera de... otras cosas, lo que se le ocurra.

4. Ser respetuoso del 'espíritu' de la obra (otra vez esta difícil palabra, que tal vez merezca por sí sola una entrada).

5. Debería agregarse la humildad. Suponemos que el traductor debería entender que es un artesano. Un hombre que debe hacer su labor de manera perfecta, pero apegándose al molde.

6. Entender que la obra ya está completa. Nada peor que alguien que crea que todavía se pueden agregar o editar cosas a una obra. Es muy posible que por la cabeza de los traductores siempre pase la idea de pensar que una palabra es demasiado fea o susceptible de mejorarse. Son ideas que deben alejarse de inmediato.



19/10/09

En Vitrina:




Diccionario de Mitología Griega y Romana. Pierre Grimal, Ediciones Paidós.

El Lamento del perezoso. Sam Savage, Seix-Barral.

El mejor humor inglés. Edición: Jorge Herralde, Anagrama.


18/10/09

Sobre la pretensión

Al menos dos de los tres dependientes (y no por esto quiero excluir al otro de esta fina lista) hemos sido acusados de escribir, dicen, pretenciosamente. No puedo ocultar la ignorancia ni la confusión que este dictamen me causa. Hemos compartido historias, reseñas, recuerdos de lecturas: yo he aprovechado para intentar organizar ideas, comas. Aclaro de una vez que este texto no es una defensa por las indudables medianas páginas aquí publicadas; si los textos han resultado fallidos no sea esto una terca negación al hecho. Sin embargo, sí resulta desconcertante que se refute la ambición para escribirlos. Me concentro, entonces, en esta actitud.   

Puestas las cartas, armemos castillos:

Cada vez más me encuentro con la frase “literatura sin pretensiones”, en blogs, en revistas, como vacuna, como identificación. No logro distinguir esto de la más justificada mediocridad: porque si digo que escribo sin pretensiones, no estoy deseando ni aspirando a nada: ni contar una historia, ni defender una opinión, etc, etc. Imaginen el caso en un jugador de fútbol: si hay alguien que está en la cancha y no sueña con hacer un gol, con realizar una gambeta inolvidable, con ser el mejor defensa del partido, ¿qué hace ahí?, ¿qué pretende hacer? Naturalmente, el desearlo no me convierte en un Zidane, créanme: más de un ridículo y un abucheo he conocido: pero al menos soñé con una chilena.

He construido castillos en el aire tan hermosos que me conformo con las ruinas. Más molesta que la pretensión, es la mentira de esos que dicen escriben sin deseo, sin la perversa ilusión de agradar a otro; prefiero un egoísmo exigente como el de Renard –así lo que quede sea un escombro- a contentarme con disfrazar un acomodo. Quizá la única y verdadera entrevista sea la que un despiadado Faulkner respondió para The Paris Review, para el periodista Jean Stein Vanden Heuvel, a comienzos de 1956 (Claro; con el Nobel y toda la libertad para decir lo que fuera, dirán unos; pero William Faulkner lo hubiera dicho en 1935, en 1942… ese es el secreto que nos dejó): lo que queda del sueño de perfección es un espléndido fracaso [...] Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno sabe que puede apuntar. Tratar de ser mejor que uno mismo. Prefiero confesar una valentía y tropezar cien, mil veces, levantarme, y buscar escribir, ingenuo, ingenuo, algo en donde se note que ha existido Homero.   

Seré considerado no menos que un insensato; pero al menos no llevo un endeble escudo como excusa para no pretender llegar a escribir algo válido. No digo con esto, insisto, que yo lo haya logrado: pero la chilena; la chilena está siempre en la cabeza.   

En las Memorias póstumas de Blas Cubas, cuenta Machado de Assis:    

-Usted se acordará -me dijo el alienista- de aquel famoso maniático ateniense que suponía que todos los navíos entrados en el Pireo eran de su propiedad. No pasaba de ser un pobretón que quizá no tuviera ni el tonel de Diógenes para dormir; pero la imaginaria posesión de los navíos valía por todos los dramas de la Hélada. Pues bien, hay en todos nosotros un maníaco de Atenas; y quien jure que no poseyó alguna vez, mentalmente, dos o tres barquichuelos, por lo menos, puede creer que jura en falso.

-¿También usted? -le pregunté.

-También yo.

-¿También yo?

-También usted; y su criado, asimismo, si es su criado ése hombre que está sacudiendo los alfombrines en la ventana.

En efecto, uno de mis criados sacudía los alfombrines, mientras nosotros hablábamos en el jardín, al lado. El alienista hizo notar, entonces, que el criado abrió de par en par todas las ventanas, desde hacía largo tiempo, y que alzó las cortinas exponiendo lo más posible la sala, ricamente adornada, para que la viesen de afuera, y concluyó:

-Ese criado suyo tiene la manía del ateniense: cree que los navíos son de él; una hora de ilusión que le da la mayor felicidad de la tierra.


Maniáticos, criados, dependientes… al menos soñamos con uno, con todos los lectores imaginarios que van a entender lo que queremos decir. Si la literatura es inevitablemente una vanidad, la es más como infracción y búsqueda. 
Y así, miserable pero tenaz, dejo este registro como un gran barco que no puede sino esperar el iceberg, ya visible a la distancia. Pavese:   

En sustancia, ¿por qué deseamos ser grandes, ser genios creadores? ¿Para la posteridad? No. ¿Para circular entre la multitud, y que ésta nos señale con el dedo? No. Para sostenernos en la fatiga cotidiana, en la certeza de que vale la pena cuanto hacemos, de que es algo único. Por el presente, no por la eternidad.

17/10/09

Una Carta.


Está tarde, haciendo mi frecuente procesión por las librerías de viejo del Centro, tuve la fortuna de adquirir el libro citado por el Doctor Calle (José F) en su comentario a la entrada anterior (Bertrand Russell Responde, Granica 1977). Tan pronto lo abrí, me dirigí a la página 40, donde se encuentra, además de la transcripción de la carta enviada por el pequeño Paul Altmann a Russell, una reproducción facsimilar de la misiva.

La vacilante caligrafía del pequeño Altmann es conmovedora. Acaso Russell nunca recibió una carta tan genuinamente sentida y cariñosa; una carta todavía inocente de la torpe palabrería que a los mayores apenas nos permite expresar tan poco, casi nada.

Comparto con ustedes esta curiosa carta.





"Querido Mr. Betrand Russell:

"Muchas gracias por todo lo que ha hecho.
"Usted me agrada.

"Si viene a Oxford
venga a tomar el té conmigo.

"Con cariño,

"Paul Altmann

"Tengo seis años"


...


"24 de noviembre de 1961

"Estimado Paul Altmann:

"Gracias por tu amabilísima carta que me ha complacido especialmente porque me alienta a continuar trabajando.

"Me gustaría tomar el té contigo pero no tengo programado ningún viaje a Oxford. Si fuera allí te lo comunicaría.

"Con el cariño y los mejores deseos de

"Bertrand Russell"

13/10/09

Comentario a sus Portraits from Memory and Other Essays.

Bertrand Russell por Roger Fry. © National Portrait Gallery, London.

La vida y obra de Bertrand Russell, en cierto modo, ha sido opacada por dos hechos: su apasionada labor en el campo de la lógica y la matemática, y su no menos apasionado compromiso con la causa social. Su popularidad en uno, lo hizo impopular en el otro; cuando no parecía frívolo, era tomado por revoltoso. Pareciera que para sus críticos la primera tarea no pudiera convivir pacíficamente con la segunda. Ciertamente éstas generalizaciones, verdaderas o falsas, perjudicaron su imagen, tanto frente a sus contemporáneos como frente a la posteridad. Es ese el tipo de cosas que suele pasar con las generalizaciones.

Quisiera referirme a unos cuantos hechos sobre la vida de Bertrand Russell extraídos de su memoria, de su autobiografía. Éstos, sin duda, no están exentos de revisión, pero prefiero confiar en la memoria de un hombre – de éste gran hombre– que en los incomprensivos juicios que el público (de antaño u hogaño) suele emitir.

Comencemos diciendo algunas palabras sobre la vida de Bertrand Russell. Russell provenía de una tradicional familia inglesa, cuya influencia en el campo político había sido trascendental. Sus mayores habían pertenecido cuando no al orden parlamentario, sí al militar. Durante los tres últimos siglos, los Russell lucharon para la mayor gloria del Imperio, empuñando la espada o blandiendo el cetro. Su abuelo paterno, Lord John Russell, había servido a su majestad Victoria como Primer Ministro del Reino Unido, en dos ocasiones. La casa de Richmond Park, donde Bertrand R. pasaría su infancia al cuidado de sus abuelos – sus padres murieron jóvenes –, había sido un regalo de la Reina Victoria.

La influencia de su abuelo fue en muchos sentidos benéfica. Lord Russell fue bastante liberal para su época; gracias a su labor la democracia inglesa tomó el camino correcto; las inhabilidades impuestas a los judíos, cristianos y otras minorías fueron abolidas; y después de su mandato, nunca quedó tan claro para el pueblo inglés –y para la monarquía– que el rey (o la reina) sólo es un servidor público más. Russell heredó de su abuelo un gusto especial por la política y por un modo de pensamiento liberal.
Sin embargo, la Inglaterra victoriana, era la Inglaterra victoriana, y la familia Russell no veía con buenos ojos las inclinaciones filosóficas de Bertrand. Ante cualquier pregunta filosófica la abuela paterna solía responder sin falla:


What is mind? No matter.
What is matter? Never mind.



La rígida moral puritana alentaba sólo a la virtud y a nada más que a la virtud; la virtud a costa, incluso, de la curiosidad intelectual. No fue fácil para Russell rebelarse del celo “paterno” y elegir una carrera un tanto alejada de los prospectos familiares.

Todavía más complicado fue adaptarse a un mundo diametralmente opuesto, en cuanto a principios y valores, a la Inglaterra de Victoria. Russell nos cuenta con nostalgia que durante su juventud había una “esperanza esencial” en el corazón de los hombres de su generación. La paz entre naciones, la desaparición del hambre, la hermandad entre los hombres parecían sueños a punto de realizarse. Todos se llevaron tremenda sorpresa cuando la historia se encargo de desmentirlos un lamentable día de 1914.



Ahora refirámonos a su obra. Russell, según el mismo declara, desarrollo toda su obra tratando de responder a tres preguntas fundamentales: ¿podemos conocer algo cuya verdad podamos aceptar como irrebatiblemente cierta?; ¿podemos encontrar satisfacción religiosa en algún sistema filosófico cuya doctrina podamos justificar?; ¿podemos hallar el modo correcto de dirigir nuestras sociedades y de dirigirnos a nosotros mismos?

La primera pregunta, según Russell nos cuenta, le tomó un tercio de su vida (es decir 34 de los 98 años que Russell vivió). En éste campo resaltaron sus arduas colaboraciones con Whitehead (con quien escribió los Principia Mathematica), con G. E. Moore, y por supuesto, con el excepcional Ludwig Wittgenstein, (de quien nunca estuvo muy seguro si era un genio o un loco excéntrico). La segunda pregunta lo llevó a abrazar primero a Hegel, después a Platón; al primero lo abandonó tras percatarse que su filosofía no era más que “una versión enmendada y sofisticada de las mismas creencias religiosas”; con el segundo siempre compartió cierta nostalgia esencial, pues tanto Russell como Platón, terminaron por ser dos idealistas que sabían que este mundo es la sombra de otras sombras. La tercera pregunta suscitó bastante controversia; la gente lo llamó Comunista, Pacifista, Liberal, pero como el mismo nos dice: “Siempre el pensamiento escéptico ha susurrado dudas a mi oído, me ha separado del entusiasmo fácil de los otros, y me ha llevado hacía una soledad desoladora.” Nunca pudo sentirse completamente a gusto con sus “compañeros de lucha”, pues humildemente considero que en su larga búsqueda nunca encontró respuesta.

Pero aún cuando Russell no logró cuanto quería lograr, nos dejó importantes enseñanzas sobre la labor intelectual; nos enseño, mucho antes que Wittgenstein, que todo aquello que puede ser pensado, puede ser expresado claramente. El lenguaje que utilizó en sus obras, incluso en las cuales abordaba los problemas filosóficos más abstrusos, fue el lenguaje común; los conceptos que esbozó fueron claros y precisos, como preciso fue su lenguaje; Russell prescindió de toda la verborrea y jerga pseudo-filosófica que lamentablemente predomina en nuestros días.

Entre las muchas enseñanzas que Russell nos legó, quisiera, para terminar, señalar una en particular. Russell fue uno de los últimos victorianos eminentes de la Inglaterra de su tiempo; y dentro de las muchas virtudes que lo convertían en tal, está esa "esperanza esencial" acerca del futuro. Russell repitió muchas veces que aunque tengamos un número mayor de razones para pensar que todo va a empeorar, por ningún motivo podemos dejar de vislumbrar una posibilidad, contra todo hecho, de que las cosas pueden cambiar; de que en los hombres se encuentra el poder para convertir el mundo en un lugar mucho mejor.

Russell quizá hubiera gozado con los versos que Emily Dickinson escribió promediando el siglo XIX:

“Esperanza” es algo con plumas -
que se posa en el alma -
y canta una melodía sin palabras -
y nunca se detiene -totalmente-

más dulce -en el vendaval- se oye-
y herida tiene que estar la tormenta
que pudo abatir al pajarito
que reservó tanto calor -

la oí en la tierra más helada -
y en el más extraño mar -
y nunca, ni en casos extremos,
me pidió una migaja -a mí.

(Traducción de Silvina Ocampo.)

5/10/09

Más sobre la traducción


Es difícil decir algo sobre este tema con algo de seguridad. En especial porque con la traducción pasa lo que con los arqueros, sólo nos damos cuenta de los malos o de los muy sobresalientes.
Sin embargo, los demasiado buenos pueden convertirse en... bueno, en recreadores, incluso en autores.
Los malos traductores hacen perder el gusto por el autor. Finalmente el mejor traductor es, quizá, el que no conocemos, el invisible, que nos deja sentir el estilo, el sabor original de una obra.
Hablar del idioma de destino de una traducción resulta todavía más complejo. Pero la sana lógica puede indicar un par de cosas:

1. Un idioma no se habla igual en todas partes.
2. Pero hay una parte del idioma (más, incluso, que un 90 por ciento) que se conserva a pesar del cambio de regiones o incluso de países
3. Con eso que queda de común, sobre todo con un idioma tan amplio como el castellano, se puede traducir para toda el habla hispana sin necesidad de entregarse a una determinada jerga.
4. Este silogismo tiene (y necesita, por supuesto) excepciones.
5. Creo.



Un par de cosas que dicen otros sobre lo mismo:

Escribe Gesualdo Bufalino:
El traductor es el único lector auténtico de un texto. No digo los críticos, que carecen de ganas y de tiempo para enfrascarse en un cuerpo a cuerpo igual de carnal; pero ni siquiera el autor sabe, sobre lo que ha escrito, más de lo que un traductor enarmorado adivina.

Y en otro aparte:
Entre traductor y autor la relación que se trenza (insidias, envidias, puyas, lisonjas)esconde una lucha carnal.

Más adelante:
El traductor es con certeza el único auténtico lector de un texto. Sin duda más que cualquier crítico, tal vez más que el mismo autor. Porque de un texto el crítico es solamente el fugaz pretendiente, el autor el padre y marido, mientras el traductor es amante.

Y George Borrow:
La traducción, en el mejor de los casos, no es más que un eco.

Coda: ¿Qué nos queda a los lectores que sólo nos podemos acercar a los libros en un sólo idioma? Solo esperar que el traductor no sea traidor; al menos que si es un mal traductor sea un buen autor de las obras de otros; o, en el peor de los casos, que, al menos, traduzcan en un español correcto. ¿Es mucho pedir?

3/10/09

En Vitrina:


Relatos autobiográficos. Thomas Bernhard. Anagrama.

Poesías completas de Alberto Caeiro. Fernando Pessoa. Pre-textos.

El libro y sus poderes. Roger Chartier. Editorial Universidad de Antioquia.