28/6/09

Mr. Oscar Wilde.




Adolfo Bioy Casares se queja en el Prólogo a sus Obras Completas de la ocasional injusticia que percibe en la odiosa práctica de “hundir obras memorables y rescatar, por un rato, La Trama Celeste”, pues parece no ser este el continente donde una modesta librería pueda dispensarle una más modesta edición de la polémica Arnold-Newman sobre la traducción homérica; obra que, afirma Bioy, “hace poco tenía su lugar asegurado no sólo en la historia de la literatura, sino en las más corrientes ediciones de obras famosas”.

Fue gracias a cierta colección (Biblioteca Personal), seleccionada y prologada por Jorge-Luis Borges, que pudo llegar a mis manos una de esas obras, como nos cuenta Bioy, cuyo puesto creemos inamovible en los divinos panteones de la historia de la literatura, pero que la totalidad de las editoriales (castellanas) ha decretado no publicar jamás. Esa obra notable tiene por título “Ensayos y Artículos” de Oscar Wilde.[1]

Los cuatro ensayos presentados en esta edición (1986) – La Decadencia de la Mentira (The Decay of Lying), El Crítico Artista (The Critic as Artist), Pluma, Lápiz y Veneno (Pen, Pencil and Poison) y La Verdad de las Máscaras (The Truth of Masks) – aparecieron, originalmente, bajo el título Intentions en el año 1891. No es ajeno a su contenido el estilo epigramático, despreocupado y llano; en términos de De Quincey “un tono de conversación junto al fuego”. Predomina, en una palabra, el encanto; encanto que, Borges nos recuerda en el prólogo, Wilde cultivó en el diálogo casual, en la amistad, en los años de dicha y en los años de dolor; encanto sin el cual, observa Stevenson, todas las demás virtudes son inútiles.

Wilde despliega a lo largo de este fascinante libro agudas opiniones sobre sus temas dilectos. Menciono dos que particularmente retiene mi memoria y cuya lectura justifica con creces la relectura pronta y futura de los ensayos de Wilde. Por un lado, razona que la ceguera de Homero ha podido ser un mito artístico para recordarnos no sólo que el poeta es siempre vidente cuyos ojos corporales ven menos que su alma, sino que es también un cantor auténtico, construyendo su poema con música, profiriendo en la oscuridad “aladas palabras” de luz. Por otro, expone la doctrina del místico Chuang Tzu (o Zuang Zi), del que tiene noticia por la maravillosa traducción perpetrada por Herbert A. Giles, “cuyo nombre deber ser cuidadosamente pronunciado de forma diferente a como está escrito”, y del que le importa menos sus sublimes pasajes metafísicos (“Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa que estaba soñando que era Tzu”[2]) que la recomendable e intrincada doctrina Taoísta de la inacción (“El hombre perfecto se ignora; el divino desconoce la acción; el verdadero sabio desprecia la reputación”).

Leyendo algunos comentarios, escritos por dos asiduos lectores de la obra wildeana reconozco con tristeza el infausto hecho de que la posteridad se ha formado una imagen imprecisa y distorsionada de Oscar Wilde. Bioy nos cuenta (Clásicos Jackson. Vol. XV. Estudio Preliminar): “En las conversaciones y en los libros, en casi toda la posteridad, la idea de un histrión o un dandy, o los indignados recuerdos de una persecución, de un proceso, de una cárcel, de un asesinato colectivo y cobarde […] ocultan el carácter verdadero de Wilde”. A su vez, J.L. Borges entrevé la misma infamia que rodea y sustituye el valor de Wilde y ejecuta un ensayo (Sobre Wilde, Otras Inquisiciones) que es -prescindiendo de una que otra “observación lateral”- la vindicación de su Persona a través de su Obra (acaso la única forma posible de vindicación). En este mismo ensayo Borges consigna una sabia frase que -convertida en un sobreutilizado epígrafe, infaltable en cualquier reedición o comentario de la obra de Wilde- temiendo pierda (aún más) su encanto, no citaré. Si algún inquieto lector de estas palabras repara en el predicho ensayo sin falta se encontrará con esa, repito, sabia y feliz frase. No menos felices son las que encontramos en la deliciosa prosa de este gigante inglés.


[1] Mi afirmación no es ligera. En una exhaustiva búsqueda de ediciones castellanas la obra crítica de Wilde sólo pude encontrar De Profundis y Ensayos, obra editada en 2005 por la editorial Losada.

[2] Antología de la Literatura Fantástica. Selección y Traducción de J.L. Borges, S. Ocampo, A. Bioy. Debolsillo.

Libreros Condenados.



Flagelantes. Pieter Van Laer. Fragmento

En el Sueño del Infierno de Quevedo, los libreros son condenados a la pena eterna por haber puesto en manos de lectores ignorantes libros que no les estaban destinados:

“Todos los libreros nos condenamos por las obras malas que hacen los otros y porque hicimos barato de los libros y traducidos de latín, sabiendo ya con ellos los tontos lo que encarecían en otros tiempos los sabios; que ya hasta el lacayo latiniza y hallarán a Horacio en Castellano en la caballeriza”.

Fragmento de “Escuchar a los muertos con los ojos”. Lección inaugural impartida por el historiador Roger Chartier en el Collège de France.

24/6/09

En Vitrina:




Katherine Anne Porter: Cuentos completos, DeBolsillo.

Ernest Hemingway: Cuentos, Lumen.

Flannery O'Connor: Cuentos completos, DeBolsillo.


13/6/09

Sobre Héroes y Dandys

Desde que leí el extraordinario Como la huella del pájaro en el aire de Héctor Bianciotti, me he preguntado por qué precisamente él fue testigo, el 14 de junio de 1986, de la muerte de Jorge Luis Borges, en Ginebra, Suiza. La respuesta, intuyo, es sencilla y me lleva a contar otras historias: Bianciotti (1930), que desde 1961 vivía en París y prácticamente adoptaba al francés como su lengua después de escribir algunos libros en español, en 1983 es elegido miembro del comité de lectura de la editorial Gallimard (casa que, como Anagrama o Adelphi, despierta fervores y lealtades similares), posición que ocuparía hasta 1989. Un Borges fastidiado por el asedio de los periodistas, conocedor de esa propensión del pueblo argentino por empapelar las calles de Buenos Aires ante cualquier gloria o tristeza nacional, y evitando finalmente ver su agonía convertida en show mediático, viaja a Ginebra acompañado de María Kodama en los primeros días de 1986: cada vez que voy a Europa paso por Ginebra, allí nadie me conoce, yo camino por la calle y nadie me saluda. No se despide de nadie, ni siquiera de Bioy Casares.


Una vez en Suiza, la salud de Borges empezó a deteriorarse rápidamente; el Hospital Cantonal de Ginebra lo recibió en al menos dos ocasiones diferentes durante los pocos meses que vivió en esa, la ciudad que le reveló, por allá entre 1914 y 1918, entre otros, a Schopenhauer, Conrad y Lafcadio Hearn. Es en la última de estas hospitalizaciones, en abril de 1986, que un delegado de Gallimard lo visita en su habitación y se sorprende con un Borges activo y conversador: es Héctor Bianciotti que viene a revisar el prefacio que Borges viene preparando para la edición de sus Oeuvres Completes, en la Pléiade, la mítica colección de libros conocida con este nombre y que en contadas ocasiones -Julien Gracq, por dar algún otro ejemplo- publica autores vivos. Borges alcanza a terminar el escrito, lo entrega tres semanas antes de su muerte. En Como la huella del pájaro en el aire se lee:


"Si tuviera que describir brevemente la sapiencia que emanaba de él durante esas horas pasadas en su compañía, diría que consistía, ese día, en su capacidad de ignorar la enfermedad, de no aludir a ella, de vivir con dulzura, llenando su tiempo, que se había vuelto tan lento, con lo que todavía le quedaba por empezar, o por terminar; el porvenir ya no le concernía, no invadía el presente, donde ayer es todavía y mañana, ya".

...

Naturalmente, la cacería de los periodistas no cesó sino que aumentó con estrépito y afán irrespetuosos (incluso hoy, ese torpe orgullo gaucho continúa molestando y agrediendo la herencia del escritor: el 10 de febrero de este año apareció la noticia de que la señora -¡peronista!- María Beatriz Lenz -que imagino como una especie de Concejal[a] de Bogotá, de esas que prohiben colgar los afiches de las Chicas Águila en talleres o billares- encabezaba el "proyecto de repatriación" de los restos de Borges, que descansan en el cementerio de Plainpalais, sobre la rue des Rois, allá en la tranquila orilla del Ródano; la idea, que no alcanzó a llegar oficialmente al Congreso argentino gracias a la oportuna -y supongo histérica- intervención de María Kodama, también se había discutido en 1999 y, no lo dudo, volverá a sonar en menos de diez años): Una carta, dirigida a la agencia Efe el 6 de mayo de 1986, expresa el cansancio por las muchas llamadas y las intromisiones groseras: "En Ginebra me siento misteriosamente feliz. [...] Me parece extraño que alguien no comprenda y respete esta decisión", escribe Borges.


Mientras tanto, la función de Bianciotti no se limitó a la de simple mensajero editorial; como representante de Gallimard y en asocio con Alianza Editorial de España, que para ese momento publicaba a Borges en España, le alquilaron al escritor un apartamento en el segundo piso de la Grand Rue, esquina rue du Sautier, número 28; encuentro este cuidado entrañable. Los días en que Borges no estuvo internado en el hospital y antes de ocupar este apartamento, se hospedó en la habitación 308 del Hotel L'Arbalète y seguramente fue allí donde recibió a Marguerite Yourcenar, le entregó la llave del número 28 y le pidió que antes que nadie, fuera y le describiera el piso: la señora Yourcenar, cuenta Bianciotti, cumplió su tarea impecablemente, tanto así que omitió referir un gran espejo que amenazaba apenas abrir la puerta. Tres días, no más, fueron los que vivió allí Jorge-Luis Borges. Y precisamente por esta corta estadía, cuando trece años después quisieron colocar una placa recordando la última habitación del escritor, el dueño del edificio se negó rotundo a alterar su fachada: la placa se encuentra en el edificio del frente y en ella se lee un fragmento del texto dedicado a Ginebra en Atlas, libro de viajes publicado en 1984 con fotografías de Kodama:


"De todas las ciudades del planeta,
de las diversas e íntimas patrias
que un hombre va buscando y mereciendo
en el decurso de los viajes,
Ginebra me parece
la más propicia
a la felicidad."

...

Dos enfermeras lo cuidaban ya en la Grand Rue, una alemana y una francesa; la primera le leía los Fragmentos de Novalis, la otra una selección de cartas de Voltaire, fueron los últimos libros que reposaron sobre la mesa de noche. Bianciotti:

"Hay en la espera de la muerte un no sé qué de fin del mundo. Próximo a la fuente de las lágrimas, el testigo tropieza con sus propios límites, y llega a tener la sensación de hallarse en el lugar del moribundo".

Borges murió a las siete y cuarenta y siete de la noche, simplemente la sangre no pasó más por su corazón.
...

Sé que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo.

Mediante permiso excepcional, Jorge Luis Borges pudo ser enterrado en el cementerio Plainpalais, o de los Reyes; el Concejo de la ciudad no dudó la otorgación. Su lápida es la número 735, ubicación D-6; fue realizada por el escultor argentino Eduardo Longato y es una piedra brusca que, al frente, tiene grabados el nombre del escritor, siete guerreros medievales, la frase en anglosajón: And ne forhtedon na (Y que no temieran/No hay que tener miedo), una "pequeña cruz de Gales", 1899, 1986; por detrás aparecen los versos de la saga noruega Völsunga: Hann tekr sverthit Gram okk / legger i methal theira bert (Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos), abajo una nave vikinga y finalmente la inscripción: De Ulrica a Javier Otálora. (Vale recordar que estos mismos versos nórdicos son el epígrafe del cuento Ulrica, que hace parte de El libro de arena, 1975).


Indispensable, para esta entrada, el artículo publicado por Marta Hurtado, en la revista: Avianca en revista: Borges en Ginebra, Nº 49, Abril de 2009.

8/6/09

Cartas a Théo


Escribe Schwob que las obras de los grandes hombres son patrimonio común de la humanidad y, al final, lo único que cada uno de ellos poseyó realmente fueron sus rarezas. La obra visible de Van Gogh, la que ahora pertenece no a un hombre sino a todos los hombres, fueron sus hermosas pinturas: girasoles, campos de trigo, retratos de hombres y mujeres del campo, reproducciones de Hiroshige, etc. Nombrarlas es agotarse, alguna vez, elaboró casi setenta óleos, en setenta días. ¿Cuál fue, entonces, eso que realmente poseyó? En mi opinión son sus Cartas, depositarias precisas de sus rarezas.

Describir aquellas “peculiaridades” que son ampliamente conocidas por el público es describir el mito y olvidar al hombre. Su locura, su oreja, su suicidio son tópicos que la historia ha masticado (y distorsionado) suficientemente. Menos conocido resulta que dentro de sus pocas ambiciones contamos la de pintar una mujer utilizando un “gris lodo”: quería demostrar que sólo cuando el pintor no siente la necesidad de fidelidad puede ser creador. La pintura no es fotografía, tampoco reproducción; Van Gogh la define como el arte “del alma humana colocada en las piedras”. El cuadro, agrega, es el lugar donde debe morar el espíritu del artista, su hábitat.

Justificó la costumbre de descuidar su aseo, argumentando que ésta es una buena manera de asegurarse la soledad necesaria que todo hombre necesita si quiere profundizar en tal o cual estudio.

Afirmó que un pintor debe pintar como pintor y no como periodo. Acaso de allí provenga su reticencia a llamarse “impresionista”, escuela que, sea dicho, no entendía o no quería entender. No por eso reprimió un profundo sentimiento de compasión por “esa generación de pintores enfermos”.

Conoció a la perfección la Historia del Arte y sus artistas. Resaltan Daubigny, Th. Rousseau y Millet – a quien siempre amó y admiró. Estos le enseñaron el fin de la pintura (“tomar los colores y las formas para hacer con ellas algo que no existía”), no su técnica; Van Gogh aprendió en la soledad, lejos de las escuelas y los maestros.

Leyó con fervor inusitado a Zola, Shakespeare, Hugo, Coppée, Goncourt. Dio la razón a Flaubert cuando éste revelaba: “El talento es una larga paciencia”. Así mismo, leer en Maupassant que el artista tiene la libertad de exagerar, de crear una naturaleza más bella, más simple, lo conmovió profundamente.

Estaba escrito que, en vida, nunca vendería una sola obra. Cuando en cierta ocasión le ofrecieron comprar uno de sus cuadros; al contemplarlo, antes de la venta, lo juzgo hermoso e invaluable. Incapaz de venderlo, es decir, de fijar un precio, lo obsequió.

Años más tarde, muerto y famoso, sus cuadros se encontraron dispersos por las pequeñas aldeas que caminó; pues como el mismo nos cuenta, cambiaba bocetos y dibujos por mendrugos y no pocas veces se vio forzado a empeñar sus pertenencias –incluidos sus cuadros- , cuando no a abandonarlas.

Por último, ¿qué puede ser más propio, que la imagen que se tiene de sí mismo?:

“¿Qué soy yo a los ojos de la mayoría? Una nulidad o un hombre excéntrico o desagradable – alguien que no tiene un sitio en la sociedad ni lo tendrá; en fin, poco menos que nada. Bien supón que eso sea exactamente así; entonces quiero mostrar por medio de una obra lo que hay en el corazón de un excéntrico, de una nulidad.”