Un autor al que poco a poco se aprende a querer, sin obligaciones ni requisitos propios de la adolescencia, es Gustave Flaubert. Digo esto porque no haber leído Madame Bovary, es casi un sacrilegio para el ávido e ingenuo lector, que no entiende –que no entendía, como yo por ejemplo- que la literatura no es un canon, ni una lista en la que es necesario ir marcando, como si fuera un álbum o una agenda, este libro y después este otro…
Esto creo que lo aprendí cuando el jefe, -o sea, el librero-, me contó que no fue hasta muchos años de lectura que leyó por primera vez el Quijote. Ese día entendí que es un error leer porque se debe, porque es básico saber cómo es el infierno de Dante, o el París de Hugo en Los miserables: llegará el día en que el libro empiece a colarse, a volverse visible entre el estante, y, como el pálpito que anuncia la llegada de algo querido y añorado, nada pueda evitar el feliz encuentro. Por todo esto, Las tentaciones de San Antonio, a diferencia de la señora Emma y sus andanzas, poseerá para mí un mejor recuerdo.
Flaubert (1821-1880) publicó Las Tentaciones… en 1874, después de casi toda una vida planteándola y reescribiéndola: parece que la consideraba su obra maestra. Sin duda es un libro fuera de lo común, escrito a manera de drama, ubicado en el desierto egipcio en el tercer siglo de la era cristiana, con el santo anacoreta Antonio como protagonista, y donde una serie de alucinaciones (las tentaciones, naturalmente) sensuales y demoníacas visitan durante una larga noche al ermitaño. Literalmente, una epifanía.
Madame Bovary c’est moi, dicen que dijo Flaubert; me gusta más Saint Antoine c’est moi, y aquí un detalle que creo fundamental: Antonio, el personaje, padece una serie de alucinaciones y convulsiones llenas de caos y confusión; en 1844 Flaubert, el creador, ha “tenido una congestión cerebral, como si dijéramos un ataque de apoplejía en miniatura, acompañado de trastornos nerviosos”; en otras palabras, su primer episodio epiléptico*. Mientras uno pasa las páginas de Las tentaciones…, el temblor no es impostura de la ficción, los sudores del santo son los mismos que empapan por las noches al autor; Flaubert, una vez más, no ha podido separar su vida de la literatura.
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En la Correspondencia a su amante Louise Colet, que se mantuvo de 1846 a 1855, Flaubert escribe a propósito del libro:
«Te he dicho que La educación había sido un intento. San Antonio es otro. Al tomar un tema en el que me encontraba totalmente libre en cuanto a lirismo, movimientos, desórdenes, me hallaba bien en mi naturaleza y no tenía más que arrancar. Jamás volveré a encontrar locuras de estilo como las que me permití durante dieciocho meses largos. ¡Con qué pasión tallaba las piedras de mi collar! Sólo se me olvido una cosa, el hilo.»
«Es una obra fallida. Hablas de perlas. Pero las perlas no hacen el collar, sino el hilo. Yo mismo fui en San Antonio el San Antonio, y lo he olvidado.»
Estos dos fragmentos fueron escritos en 1852, tres años después de que sus amigos le recomendaran quemar la obra. Una larga y -para el egoísta lector- sana terquedad, hicieron posible al escrupuloso Flaubert entregar la pesadilla de toda una vida recreada en los trastornos de un hombre vestido con una túnica de piel de cabra; el año, ya se dijo, fue 1874, seis después Gustave Flaubert moriría de una hemorragia cerebral, consecuencia algunos afirman, de una sífilis contraída de una cortesana durante su viaje a Egipto: quizá la misma que envolvió a Antonio en sus brazos, le ofreció el secreto del universo entre rubíes y serpientes, una noche en medio de la Tebaida, una noche de 1880.
* “Una terrible sacudida le conmovió, le crispó y le arrojó al suelo, echando espuma y jadeando”. Así describe Henri Troyat, el posible primer ataque de epilepsia de Dostoievski. Ésta imagen, aún más estremecedora, la incluyo porque Troyat también fue biógrafo de Flaubert. La línea puede estar en cualquiera de los libros.