30/11/10
En vitrina:
29/11/10
De sonetos
que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
catorce versos dicen que es soneto,
burla burlando van los tres delante.
Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a la mitad de otro cuarteto,
mas si me veo en el primer terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.
Por el primer terceto voy entrando,
y parece que entré con pie derecho
pues fin con este verso le voy dando.
Ya estoy en el segundo y aun sospecho
contad si son catorce y está hecho.
Querido Eduardo:
En “Los Cien Mejores Poemas Latinoamericanos”, compilados por Simón Latino, no hay un solo soneto, con lo cual se comprueba que el soneto no es poema.
Ya que hacer un soneto me has pedido,
Trataré de probar si tengo suerte,
Y puedo al fin, Eduardo, complacerte
Con un soneto, o algo parecido.
Que no es cosa difícil he creído,
Y al contrario, es un juego que seduce,
Ya que todo el problema se reduce
A que el soneto quede concluido.
Por lo cual, si quisiera hacer sonetos,
Como nadie los hizo, los haría,
Y para que quedaran más completos
Tres o cuatro tercetos les pondría.
Mas lo que pasa, Eduardo, es que hoy en día
No está la vida para hacer sonetos.
-dos anchos ataúdes de cuartetos
y otros dos más delgados de tercetos-
los muestra adustos, serios de figura.
prisión de endecasílabos sujetos
por rimas consonantes; obsoletos
modelos del rigor. ¿Poesía pura?
a medida del molde y presentados
con un burdo remedo de la música.
o falta espacio para expresar la obra
en su justa extensión, la exacta, la única.
22/11/10
Cuartos de escritores: Antony Beevor
Mi mujer, Artemis Cooper, llama al lugar donde trabajo ahora “el granero de Samuel Johnson”, pues fue la generosidad de este premio la que nos permitió construirlo. Por lo regular trabajo en el piso superior de la casa, que ofrece una hermosa vista del valle con la que, lamentablemente, es fácil distraerse.
El escritorio perteneció al abuelo de Artemis, Duff Cooper. Me gusta imaginármelo sentado, escribiendo su obra maestra, Talleyrand. Encima del escritorio hay un poster soviético contra el alcohol que muestra a un joven y apuesto camarada rechazando una copa de vodka. Fue un regalo de mi colega rusa Lyuba Vinogradova y me sirve como recordatorio de que no debo probar ni un trago hasta la hora de la cena.
Estoy rodeado por estantes y siempre me digo que un día voy a sacar el tiempo necesario para organizarlos mejor; sin embargo, la voluntad de hacerlo nunca coincide con el momento adecuado. Cada libro nuevo que escribo parece requerir más referencias que el anterior. Sólo queda espacio para otro estante; después, tendré que evaluar la posibilidad de utilizar una pared vacante de la cocina.
El escribir El Día D: La batalla de Normandía requirió de un lugar donde poner mapas a gran escala y pilas de archivos fotocopiados. Para esto resultó ideal nuestra mesa de ping-pong. Ahora que el libro está casi terminado, la mesa puede regresar a su viejo rol de campo de batalla en el que mis hijos me hacen añicos.
Detrás de la mesa de ping-pong está el objeto más importante en el cuarto de un escritor: la cama. Cuando la mente languidece una breve siesta puede aclarar las ideas y evitar el efecto rancio de devanarse los sesos. En mi juventud podía trabajar desde temprano con una botella de vino entre el codo. Actualmente me voy a la cama a las 11 y tomo media botella —cantidad todavía suficiente para horrorizar a un doctor en esta era puritana. Pero si no disfrutas escribir, es mejor que no lo hagas.
Antony Beevor (1946) es un historiador y novelista inglés. Después de permanecer cinco años en el ejército británico dimitió a su cargo y emigró a París donde escribió su primera novela (Violent brink. John Murray, 1975), empezando así su carrera como escritor. La editorial Crítica ha publicado casi toda su obra. Entre sus libros de no ficción están: El Día D: La batalla de Normandía (Crítica, 2010), Creta: La batalla y la resistencia (Booket, 2006), La guerra civil española (Crítica, 2007) y Stalingrado (Booket, 2005), obra por la que recibió el premio Samuel Johnson de la BBC. Ha sido traducido a más de 30 idiomas.
14/11/10
Una sugerencia
Escribir para saber qué pasaría si la vida fuera diferente, si las decisiones que tomamos fueran otras y no las que en su momento resultaron tranquilizadoras. Interesarse por lo que no pasó y jamás va a pasar; o que sí pasó pero que nadie sabe. Escribir no para conocer ni para conocerse sino para inventar un reconocimiento; mínimo, falso. Javier Marías es de esos novelistas que parecen mamuts, es uno de los grandes mamuts que quedan. De los que saben que la verdad no es posible, “nunca resplandece, la única verdad es la que no se conoce ni se transmite, la que no se traduce a palabras ni a imágenes, la encubierta y no averiguada, y quizá por eso se cuenta tanto o se cuenta todo, para que nunca haya ocurrido nada, una vez que se cuenta”.
En sí mismo un mamut ya resulta extravagante, y Marías es consecuente con esa naturaleza: escribe a máquina, cuando termina una cuartilla la revisa y la deja lista para la imprenta, la guarda en una carpeta que ya no va a revisar más. Así, por ejemplo, se le olvidan detalles de la trama, algo que pasó al comienzo; lo mismo Cervantes, que revivió en la segunda parte de su libro a un niñito que se asumía muerto desde la primera. Es de los pocos que no temen celebrar el milagro del fax, esa máquina tan misteriosa; y odia Internet, aunque le administran un blog que casi raya en la megalomanía. Pero bueno: al fin y al cabo es rey, puede hacer lo que le plazca. Un día decidió escribir y publicar novelas; tenía 19 años. Otro, traducir el Tristram Shandy; tenía 24.
Una vez le recomendó a España que lo creyeran húngaro; así vendería más libros y lo odiarían menos. Otra, al ver que el premio que entrega su Reino, el de Redonda, se quedaba sin fondos para el ganador anual, decidió lo más sensato cuando uno se pone bravo: se puso bravo con todo el mundo. Ese es Marías, o al menos este montón de anécdotas forman un cuento de lo que es o de lo que pudo ser.
Me gusta la idea de que la novela sea un esfuerzo total, que el resultado sea una catedral. La gloria, escribió Jules Renard, es un esfuerzo constante. Cuando uno lee un libro como “Corazón tan blanco”, sabe que todos esos que dicen que la novela ha muerto están equivocados, que la novela, simplemente, no va a morir. Pues, ¿cómo va a desaparecer esa necesidad de conocer la vida de los otros -imaginarias o no-, renunciar a la posibilidad de “conocer lo posible además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo descartado y lo que pudo ser además de lo que fue”? La novela sigue: “son todas admisibles, las fantasías”.
No funciona -claro- como un mandato que un lector diga o no lo que piensa de sus lecturas. Pero muchas veces "Tener valiosas sugerencias que hacer y no ponerlas en circulación no es mucho más admirable que tener una valiosa moneda del reino y guardarla en un calcetín grasiento". Que esto lo diga un personaje como Chesterton tiene algo de santa verdad.
Queda entonces la seña: "Corazón tan blanco" es el producto de un hombre ante sus posibilidades de imaginar el universo. Y ante todo es ese fracaso por intentar comprenderlo. "I progress as I digress", decía Sterne, el maestro de Marías; antes dije que me gustan las novelas como catedrales, ¿por qué no pensarlas hoy como un hogar?