30/12/09
Tacet*
28/12/09
En Vitrina:
Fritz Zorn: Bajo el signo de Marte, Anagrama.
Goran Petrovic: La Mano de la Buena Fortuna, Sexto Piso.
Jean-Claude Carrière: El Círculo de los Mentirosos, Lumen.
20/12/09
Dos inclusiones
Quiero hablar de un libro que se llama Sostiene Pereira, de un señor que se llama Antonio Tabucchi, pero mis libros, metidos en cajas, en cuatro cajas, así no son biblioteca, es decir, recurso, pero más, base. Unos libros que no pueden moverse están muertos. Busco un apunte, pienso en la confederación de almas y en una omelette a las finas hierbas, y el calor, que ya no es solo del buen Pereira, personaje inolvidable, y que por las noches es aun más molesto, que no sabría decir de cuál de las cajas, aquí al molesto lado, proviene.
Tengo, entonces, que desconfiar de la casualidad: una nota rasgada con algún cuidado y uno de los libros que no alcanzó a morir, quedan sobre el escritorio. La primera, arrancada de una revista, es una tabla hecha por un “profesor y crítico gringo”, que calificó el “dominio” y la “pronunciación” de la lengua inglesa de los principales escritores del llamado boom latinoamericano, así:
| DOMINIO | PRONUNCIACIÓN |
Mario Vargas Llosa | 6/7 | 5/6 |
Guillermo Cabrera Infante | 10 | 8 |
Octavio Paz | 4 | 4/5 |
Carlos Fuentes | 10 | 10 |
Gabriel García Márquez | 8 | 6 |
Jorge Luis Borges | 10 | 8/9 |
La nota (que creo pertenece a un artículo de Daniel Samper sobre el Boom para la revista Diners) también cuenta que para el profesor, el que mejor escribe en inglés es el cubano – lo que se conoce como Puro humo, originalmente Holy Smoke, algunos de los artículos de El libro de las ciudades, ejemplos- pero que el “máximo seductor de audiencias” es Fuentes. Esto para 1991, 1993.
…
El segundo, es un libro marcado por mi mamá en octubre de 1994: es la reunión del discurso que Gabriel García Márquez pronunció el ocho de diciembre de 1982 recibiendo el Premio Nobel; el “Brindis por la poesía” con el que dos días después abrió el Nobel Banquet; el Discurso de ofrecimiento del Nobel por Lars Gyllensten, representante de la Academia Sueca; otros textos sobre García Márquez y sobre el Premio Nobel en general… y una entrevista, por parte de Eligio García, a Arthur Lundkvist.
Resulta que este señor era en su momento el único de los (18) miembros de la Academia Sueca que sabía leer español, aquel del “cual depende en cierto modo el destino universal de nuestras letras”, escribió el mismo García Márquez.
«-¿Qué siente Arthur Lundkvist con este inmenso poder?
El sonríe con malicia irónica ante la pregunta.
-Son circunstancias que han hecho toda esta situación. Y que colocan sobre mí semejante responsabilidad. Las circunstancias me han dado mucho poder, y yo detesto el poder. Siempre he estado contra él, y por eso esta situación no me gusta. Pero el problema es que soy el único que puede leer a los autores latinoamericanos con matices, y con un juicio más certero por hacerlo en el propio idioma. Como puede ver, la culpa no es mía».
Lundkvist (1906-1991), fue un poeta, novelista, crítico y traductor (de Paz, de Neruda, de García Lorca) que, oh detalle, recibió en 1958 el Premio Lenin de Paz:
El periodista sigue su entrevista, pregunta y sale la palabra “política”:
«Le repito, la academia sólo tiene en cuenta los méritos literarios, sin pensar en consideraciones políticas […]»
Hablan, menciona candidatos, “no es ningún secreto”:
Gunter Grass, Anthony Burgess, Joyce Carol Oates, …Julio Cortázar “aunque no sea uno de mis favoritos”:
«Antes que se lo pregunten, Lundkvist curiosamente aclara que “José Donoso no es lo suficientemente bueno para el Nobel”, y que Jorge Luis Borges tampoco lo recibirá jamás», y, justo después, toda su inteligencia se desborda; el poetariado aulla:
«Sobre la academia existe una gran presión para que le den el premio a Borges. Esto se habría justificado hace 30 años. Ahora [1982] ya es demasiado tarde. Muchos dicen que yo no quiero el premio para Borges por su posición política reaccionaria. Esto es falso. Esto nada tiene que ver con la política. Lo que pasa realmente es que Borges no ha escrito nada de importancia en lo últimos 25 años».
Solamente tres años antes, en 1979, Lundkvist le decía, entre camaradas, a Volodia Teitelboim:
«-Soy y seré un tenaz opositor a la concesión del Premio Nobel de Literatura a Borges por su apoyo a la dictadura de Pinochet, que ha sido usado por la propaganda de la tiranía para intentar una operación cosmética».
Lo que llama la atención es lo de “los últimos 25 años”, es decir, y naturalmente suponemos que la cifra de Lundkvist sea aproximada, lo publicado por Borges entre 1960 y 1982: libros como El hacedor (1960), El oro de los tigres (1972), La cifra (1981), El libro de arena (1975) y un largo etcétera, aparecieron para, como el orgulloso Lundkvist, los lectores de la lengua castellana en estos años.
Seguramente no habrá leído la mayoría de estos títulos; al fin y al cabo no le resultaban importantes y estaba en su derecho como lector, pero, ejemplo, Teitelboim también registra esta frase en su conversación con Lundkvist (1979):
«Borges lo es [interesante], y como poeta me parece excepcional»; lo curioso es que la mayor parte de la obra poética de Borges –y también la más admirada- se escribe a partir de su ceguera, a mediados de los años cincuenta, y, con El hacedor (1960) Borges se dedicará más a la poesía y a la métrica, que a la narración de ficciones, de alguna manera más extensas.
El ocho de enero de 1985, y para terminar con las incoherencias de este señor, Lundkvist declaró al diario Clarín:
«Pienso que su poesía es interesante y valiosa»
19/12/09
En Vitrina:
Julio Ramón Ribeyro: La palabra del mudo, Seix Barral.
Vladimir Nabokov : Curso de literatura europea, Zeta Bolsillo.
16/12/09
Enoch Arnold Bennett y su “Enterrado en vida”.
Italo Calvino (El Vizconde demediado) narra las peripecias de Medardo, Vizconde de Terralba, personaje que, tras recibir un cañonazo, queda dividido en dos mitades: una, descaradamente mala; la otra, insoportablemente buena. R.L. Stevenson, en una de sus novelas más famosas, cuenta la historia del tímido Dr. Jekyll, quien, al ingerir una poción, se transforma en el malvado Mr. Hyde; Max Frisch, en No soy Stiller, relata la historia de un hombre que niega ser quien es y afirma que es otro: solo por el deseo de ser otro; En El difunto Matías Pascal, Luigi Pirandello imagina a un hombre (Matías) que, al regresar a casa después de un viaje, descubre que sus familiares reconocen en un cadáver anónimo a su propia persona: oficialmente, está muerto. Doppelgänger, fetch y wraith, son las palabras que el alemán, el gaélico y el escocés, respectivamente, utilizan para designar la fantasmal doble de un hombre, su siniestra bilocación.
Las mitades errantes de un vizconde incompleto; Jekyll y Hyde; Matías Pascal, hombre que habita, al mismo tiempo, el mundo de los vivos y los muertos; el caprichoso Stiller, que declara ser alguien más y no él; son apenas un puñado de ejemplos de uno de los tópicos que ha recorrido casi todas las literaturas: la idea del otro, del doble, ese hombre que deberíamos haber sido, que anhelábamos ser, o del que, simplemente, siempre quisimos escapar.
(Enoch) Arnold Bennett by Walter Tittle © National Portrait Gallery, London
Enoch Arnold Bennett continúa con esta tradición. En su deliciosa novela Enterrado en vida (Buried Alive) plasma la vida de un pintor al que se le ha presentado la siempre anhelada oportunidad de desaparecer, de renunciar a su pasado, al hombre público y famoso que alguna vez fue, y siempre odio: Priam Farll.
“Que el artista era, sin duda, un pintor excelente fue admitido por todos; el único problema que se sentían obligados a resolver las personas cultas consistía en establecer si Priam Farll era el más grande de los pintores habidos jamás, o si bien sólo se trataba del mayor pintor desde los tiempos de Velázquez”.
Priam Farll sin proponérselo seriamente se hace famoso; lamentablemente Farll, desde siempre, ha sido un tímido, un tímido crónico: “… incapaz de pedir una habitación en un gran hotel, o de entrar en algún edificio importante por primera vez, o de atravesar un salón lleno de gente sentada, o de despedir a un sirviente, o de discutir con una señora altiva y aristocrática que esté al otro lado de un mostrador de la oficina de correos, o de pasar delante de algún negocio en el que tenía una deuda…”.
Farll siempre escondiendose, escapa de su fama y de los molestos compromisos del mundillo del arte; su único puente con el mundo es su criado, Henry Leek. Leek es quien, además, le proporciona la perfecta oportunidad para desaparecer. Mr. Leek enferma, luego, muere; el médico que lo asiste en su agonía y está encargado de firmar el certificado de defunción ha estado convencido, desde un principio, que Farll es Leek, y Leek, Farll. Firma el certificado: oficialmente, por un inocente error, Farll está muerto: “¿Por qué no iba a dejar que se pensara que uo, y no Henry Leek, había expirado de pronto, en Selwood Terrace, a las cinco de la mañana? ¡Sería libre, completamente libre!.
Farll se sale con la suya... por un tiempo. Su mayor satisfacción, suprimirse a sí mismo para el mundo, dura poco. La imagen de la persona que fue termina por alcanzarlo. El pasado persigue a Farll incluso cuando éste se encuetra seis pies bajo tierra. Hay una boda, una persecución, un malentendido, un juicio: Farll no puede escapar de la morbosa curiosidad inglesa.
Más colofones
William Hazlitt: Sobre el sentimiento de inmortalidad en la juventud:
4/12/09
En Vitrina:
Libro del desasosiego. Fernando Pessoa, Acantilado.
Breve historia de Inglaterra. Gilbert Keith Chesterton, Acantilado.
29/11/09
"Lo que me hace sentirme yo mismo es mi pasado, la existencia de mi pasado. Es lo único que me justifica como hombre, lo que da sentido a mi existir"
Con idéntico modo de archivo, la necrología, borrosa, la guardo en la Perorata del apestado. Aparecida en la sección Gente, se lee:
El novelista y poeta italiano Gesualdo Bufalino, uno de los escritores más destacados de los últimos 25 años, falleció ayer en un accidente de tráfico ocurrido en una carretera estatal de la isla de Sicilia.
El accidente sucedió en la carretera que une las localidades de Vittoria y Comiso, de la provincia meridional siciliana de Ragusa.
Bufalino murió en el hospital de Comiso, su ciudad natal, donde fue ingresado con un trauma craneal después de que el automóvil en que viajaba chocó, por causas que por el momento se desconocen, con otro coche que transitaba en el sentido contrario.
El escritor italiano transitaba con su chofer, de 60 años y con una acompañante de 40 años.
Gesualdo Bufalino nació en 1920 en Comiso (isla de Sicilia). Desde pequeño, su padre le inclinó a la lectura y a los once años escribió su primer soneto.
Cuando tenía 16 años descubrió al poeta francés Charles Baudelaire, a partir de una traducción en prosa italiana.
Más tarde tradujo Las Contrerimes de Toulet, que bastantes años después reformó y se publicó en 1983.
Dedicado sobre todo a la poesía, en 1971 escribió su primera novela, Peroata del apestado [sic], basada en experiencias personales, donde se reflejó su amplio conocimiento de la cultura francesa.
En efecto, por esta novela recibió diez años más tarde, cuando fue publicada, el premio Campiello, el galardón literario más prestigioso de Italia.
La publicación de su primera novela se produjo casi por casualidad. Un pequeño editor de Palermo descubrió que había escrito el prólogo de un libro de fotografías locales.
El editor intuyó que debía tener otras cosas escritas y consiguió convencerlo de que las publicara.
A la Perorata del apestado le siguió El hombre invadido y Argos el ciego, en 1987 y Las mentiras de la noche, 1988. Con esta última novela consiguió el prestigioso premio italiano Strega.
Sin embargo, a pesar del éxito, Gesualdo Bufalino, decidió por timidez, obstinación o cualquier otra causa, no publicar nada más hasta su muerte.
Según palabras del propio autor, "frente a la dulzura de escribir, el publicar se convierte para mí en una angustia".
Otras de sus obras más conocidas son: Museo de sombras, El hombre, Qui pro quo (todas como narrativas); La miel amarga, de poesía; Dizionario del pernosaggio di romanzo y Cereperse, en ensayo.
Bufalino se definía como lector, después espectador cinematográfico y luego como escritor. También se dedicó a la enseñanza y fue director del instituto de su localidad hasta que se jubiló a los sesenta años.
Con su muerte, se va una de las plumas más destacadas de la actual narrativa italiana.
«Parto de la base de que existen textos morales que es necesario hacer públicos... Me temo que éste no es mi caso; por tanto, ¿para qué publicar mis escritos? Cuando escribo tengo la sensación de abandonarme a un acto de lascivia, a una especie de interminable y falsificada habladuría sobre mí mismo, por lo que creo que mi escritura debería limitarse a un uso estrictamente privado. Es una presunción, lo admito, y quizá sea una forma de no confesar una rara cobardía: la de sufrir la publicidad como si fuera una "radde rationem", una vergüenza, un sentirse desnudo y humillado, como cuando uno va a tallarse antes de hacer el servicio militar».
«Leonardo Sciascia. -En este momento de mi vida, después de haber publicado una veintena de libros y haber conseguido un cierto éxito, una cierta notoriedad, puedo decirle que mi experiencia confirma su presentimiento: se trata de una aventura realmente siniestra. Pero el hecho es que uno no puede dejar de vivirla. Estadísticamente es imposible huir de tal destino; su propio caso lo confirma. Todo sucede en los primeros diez años de nuestra vida: por mucho que lo retrasemos, ese destino está al acecho, dispuesto a atraparnos en cuanto nos abandonemos, en cuanto nos distraigamos, y, en ciertos casos, incluso después de la muerte. Todo sucede en los primeros diez años de vida, y más aún en el caso de un escritor.
Gesualdo Bufalino. -Sí, pienso que los primeros diez o doce años de nuestra vida nos configuran por completo. Tengo algunos recuerdos que corroboran esta hipótesis: un día, cuando tenía seis años, arrastré a mi madre de un lado a otro de mi pueblo con el fin de que me leyera los nombre de las calles y esbozar con ellos un rudimentario Panteón nemotécnico. Desde entonces, este impulso de inventariar el universo ha estado siempre muy presente en mí. Más tarde, desde los 35 hasta los 40 años, trabajé, simplemente por gusto, en un interminable libro de los libros, una especie de "suma" de citas. También recuerdo que un día robé en una pescadería un montón de periódicos viejos. Me descubrieron y enrojecí de vergüenza, sobre todo porque, si los hubiera pedido, me los habrían regalado. Todo esto me hace llegar a la conclusión de que el mundo de la escritura ya se me presentaba como algo apetecible y prohibido, relacionado en cualquier caso con una práctica furtiva.
L. S. -Usted nació en Comiso en 1920 y ha vivido allí casi toda su vida. Yo nací en Racalmulto um año después y he pasado en él la mitad de mi vida. Pienso que, en los años 30, cuando comenzamos a leer el mundo através de los libros, los dos nos encontrábamos en una situación muy parecida: ambos leíamos los pocos libros que encontrábamos en casa, revista y periódicos viejos, la "Domenica del Corriere" y los escritores rusos editados por Barion o Bietti.
G. B. -Mi padre, que era herrero, amaba la literatura: tenía una "Divina Comedia" con ilustraciones de Doré, un "Ortis", un diccionario "Melzi" de 1909, un "Fabbro del convento", un "Guèrin", "El misterio del poeta" de Fogazzaro y "Los miserables". Este último libro lo leí infinidad de veces: me fascinaban sus divagaciones épico-líricas... Después vino "Guerra y Paz": Natacha me cautivó...
L. S. -Mi experiencia es muy parecida. La única diferencia es que la obra de Fogazzaro que teníamos en mi casa era "Malombra"... Me imagino que usted empezaría escribiendo versos.
G. B. -Sí, a los once años escribí un soneto que aún conservo. Después, hasta los veinte años, escribí cientos de poesías, que ahora parecen del siglo pasado. Pero en aquellos años nadie me había hablado de Ungaretti, de Montale...»
Comenzando con una noticia de muerte, termina uno pensando en un niño (que):
«Más alla lo turba el espejo antiguo, manchado de herrumbre, al cual se asoma para mirarse. El óvalo, enmarcado por sarmientos, le devuelve una débil mezcla de colores, el celeste de la camiseta, la palidez de la frente, el ardor de los labios. Y en el espejo se aterran dos ojos que un movimieto de párpados cubre o desvela.
"Dino", llama el niño y se toca, empieza a tocarse en cada punto del cuerpo, se vuelve a bautizar. "Frente", dice. "Ojos", sonríe. "Nariz", se ríe. No ha tenido tiempo de saciarse del juego y ya tira sobre el espejo un retazo de tela de flores y le parece, ciego, que se ha matado».
18/11/09
Notas finales
17/11/09
En Vitrina:
Susan Sontag: Sobre la Fotografía. Alfaguara.
George Steiner: George Steiner en The New Yorker.FDCE.
...
La última edición en línea de la revista cultural Arcadia dedica sus páginas "Al asunto del género"; a mujeres como Susan Sontag, Dorothy Parker, Marina Tsvietáieva... Jean Rhys. Sobre ésta última se lee al final del artículo: Con dificultad, se puede encontrar en librerías en Colombia la edición de editorial Anagrama de Ancho mar de los Sargazos. Solo esa.
En Libélula, en la librería, estaba Ancho mar de los Sargazos, pero no esa, sino la de Ediciones Cátedra. Se vendió hace una semana; después nos enteramos que era el único ejemplar que aparecía en el inventario nacional. No sabíamos, el libro estaba escondido en una de las llamadas bodeguitas. Quién sabe qué más habrá en ese lugar que vemos todos los días y que no conocemos.
8/11/09
Thomas Bernhard: la pesadilla como relato.
Thomas Bernhard y su abuelo Johannes Freumbichler. Confirmación en julio de 1943.
«Siempre quise mucho a mi abuela», cuenta Bernhard en sus conversaciones con Krista Fleischmann, «Cuando [ella] se quemaba con la placa de la cocina, yo me reía como un loco, y cuando eso no ocurría durante semanas, durante semanas nadie se reía en casa. […] me metía en el cuarto de las escobas – y en el momento en que sabía que pasaba mi abuela, sacaba la mano, y ella se caía al suelo dando un grito horrible, casi con un ataque, porque yo la había asustado, de niño, porque me aburría.»
El italiano, es un cuento inacabado, prácticamente olvidado por Bernhard, que en el verano de 1970, motivado por la propuesta del director Ferry Radax de filmar una “serie de frases sobre mí mismo” pronuncia lo que se conoce como Tres días: tres días donde Bernhard se sienta en un banco de Hamburgo a hablar “sin preocuparse de por qué decía lo que decía”; unas 12 páginas en la edición de Alianza Editorial (que incluye además: el relato no terminado, el guión de la película y una nota de Bernhard a éste), unos 56 minutos de grabación. Terminado el “experimento”, Bernhard, contento con el resultado, le propone a Radax que escribirá para él un guión basado en un relato olvidado: Der Italiener.
Escenas de la película Der Italiener (Fotografías, aparecidas en El italiano, Alianza, 2001, de Heindrun Hubert)
Esto para decir que Tres días es el texto más curioso que he leído de Bernhard: un escritor que se jactaba de no tener un modelo, de no considerarse un escritor, un intelectual, de no recordar o citar a ningún autor; salvo unas alusiones a Montaigne, Voltaire, Pascal…, Bernhard no habla de nadie con afecto, no considera a ningún escritor como su maestro. Aquí lo curioso: en seis líneas menciona a Musil, Pavese, Pound, Lermontov, Dostoievski, Turgueniev, Henry James: a todos se ha entregado sin reservas: «es un hecho que precisamente los autores que son para mí los más importantes son mis mayores adversarios o enemigos.»
Pero vuelvo con Anna Bernhard, la razón para hablar de Tres días. Allí se lee:
«Mi abuela, que me llevaba siempre además –por las mañanas atravesaba yo el cementerio, por la tarde me llevaba ella al depósito de cadáveres-, me levantaba en alto y me decía: “Mira, otra vez una mujer”. Nada más que muertos… Y eso tiene cierta importancia para cualquiera, y de eso se pueden sacar conclusiones sobre todas las cosas… »
¿Una abuela que lleva a su nieto a ver muertos?, sí, parece que sí; entonces lo del cuarto de las escobas parecería una dulce venganza. La historia, esta vez realmente perturbadora, se vuelve a leer en El origen:
«Siempre me había gustado ir a los cementerios, eso me venía de mi abuela por parte de madre, que había sido una apasionada visitadora de cementerios y, sobre todo, de depósitos de cadáveres y capillas ardientes, y que, muy a menudo, ya de pequeño, me llevaba con ella a los cementerios para enseñarme los muertos, los que fueran, sin parentesco alguno con ella, pero sin embargo expuestos siempre en los cementerios, siempre la fascinaron los muertos, los muertos expuestos, y siempre intentó transmitirme esa fascinación que era una pasión, sin embargo, al levantar a mi persona hacia los muertos expuestos sólo me había aterrorizado siempre, todavía hoy veo con mucha frecuencia cómo me llevaba a los depósitos de cadáveres y me levantaba hacia los muertos expuestos y cómo me sostenía en alto tanto tiempo como podía aguantar, una y otra vez sus lo ves, lo ves, lo ves, y cómo me sostenía hasta que yo lloraba, y entonces me dejaba en el suelo y miraba ella todavía largo rato los muertos expuestos, antes de que saliéramos otra vez del lugar de las capillas ardientes. […] mi abuela, que no me enseñó más que a visitar cementerios y a contemplar y observar intensamente los muertos expuestos.»
Años después (1981), en Mallorca, Thomas Bernhard le confiesa a la periodista Krista Fleischmann que le gustaría ir con ella a un cementerio de Palma, esconderse tras una losa…
«Me gusta mucho ir a los cementerios de Viena, muy cerca de mí al cementerio de Döbling o en Neustift am Walde al cementerio, y me alegro ya pensando en las inscripciones que conozco de antes, en los nombres.» (Tres días)
« […] a menudo me sentaba en una lápida caída para, apartado por una o dos horas, poder tranquilizarme.» (El origen)
Bernhard y su abuela, los cementerios, su aterradora enseñanza: y esta frase que lo revela todo: «Ésa es la gran ventaja, saber que uno es su propio cadáver.»
-Thomas, ¿lo ves, lo ves?, ¿lo ves?, ¿por qué lloras?
Y un niño, maldita sea, que hubiera dado lo que fuera por ser invisible.
5/11/09
Coda a las nuevas reflexiones
Lawrence Durrell - Justine
(La negrita es mía)
2/11/09
El hombre que fue Jueves.
El ánimo de estas breves palabras no es revelar o resumir, alabar o execrar, sólo buscan advertir. Quisiera advertir a todo posible lector que El hombre que fue Jueves, no es, a mi criterio, una buena novela para iniciarse en la feliz y exquisita prosa de Chesterton.
No afirmo que la novela sea mala, pero sí sostengo que el final está un poco descuidado, inacabado. Los primeros capítulos siembran la expectativa de un emocionante final; expectativa que es con creces defraudada. En otras palabras: el principio del libro no es digno del final. Un final ambiguo –si es que acaso quiere decir algo-, falto de la emoción, el ingenio y el humor que deleita al lector durante la mayor parte del libro.
Mis juicios pueden parecer bastante irresponsables. Dudé expresarlos. ¿Quién es este torpe lector para criticar a uno de los hombres más memorables de toda la literatura?
Revisé dos biografías de Chesterton accesibles a través de Internet tratando de confirmar mis sospechas; una de Patrick Braybrooke (Gilbert Keith Chesterton. Martin Secker, 1915), la otra de Julius West (G. K. Chesterton. A critical study. The Chelsea Publishing Company, 1922). Al leer varios fragmentos, creo, acerté. A modo de ejemplo, uno:
“El problema de “El hombre que fue Jueves” no es su difícil comprensión, sino la gradual decadencia de interés del autor en el libro acaso porque éste se alargó.”(…) “Comienza excelentemente, pero el final del libro es sólo un torbellino salvaje, una pesadilla con un toque de cinematógrafo.”
(G. K. Chesterton. A critical study. The Chelsea Publishing Company, 1922. Page 35)
Alabar o execrar una obra por su final es una injusticia, lo mismo que alabarla o execrarla por su principio o por uno o dos de sus pasajes. Aún así sostengo que el lector que por primera vez se acerque a Chesterton puede llevarse una mala impresión si comienza por El hombre que fue jueves. En mi caso, si hubiera leído El hombre que fue Jueves antes de leer cualquier otra obra de Chesterton, dudo mucho que mi interés por este autor hubiera continuado.
Termino por creer que El hombre que fue Jueves es una novela que posee ciertas virtudes, muchas virtudes, pero que la posteridad, los futuros lectores de Chesterton, verán como una ingeniosa, compleja, cansada curiosidad.
En Vitrina:
27/10/09
Nuevas reflexiones sobre la traducción
Hay una idea extraña que parece rondar durante las últimas miradas aquí desarrodada sobre el tema de la traducción o, si prefieren, versión de una obra literaria: y es que parece un asunto subjetivo. Lo cierto es que no lo es. Hay una obra que queremos llevar a otro idioma, queremos, según creo, que la historia que cuenta sea leída por lectores que no conocen la lengua original. Y entre dos traducciones se puede señalar cuál es más cercana al, digamos, espíritu de la obra.
Ahora, la palabra 'espíritu' es problemática, más si pensamos en la traducción de la poesía, dónde es tan importante el fondo como la forma. Hace unos años, cuando la forma era primordial en la poesía (sacrificar un mundo para pulir un verso) los traductores se esforzaron en mantener avante el contenido, pero siendo fieles con el continente. Eran ejercicios intelectuales gigantescos mantenían la rima y además trataban de estar lo más cerca posible al contenido. Imagino al pobre traductor pensando si debe cambiar árbol por abedul, de manera que el verso funcione. De cualquier forma la inteción era ser lo más cercano posible al original. Después la forma dejó de ser tan importante y la rima se perdió en las versiones, se podría pensar que esto es positivo, en pos de conservar lo que de verdad se quiere decir. Y sin embargo, tanto trabajo, tanto esfuerzo del parte del poeta para que las sílabas se cuenten como manda el canon, para que la rima sea alegre y se delice por el verso sin ninguna artificialidad, como una música, como el viento entre las ramas de los árboles.
Es fácil juzgar cuál traductor es más fiel con el poeta, no tanto, cuál es más fiel con el poema. Tal vez sea este el asunto fundamental.
La obra, y ahora saltemos de un trapecio a otro mientras damos un triple salto mortal, también en la novela y en la literatura en general, es literatura independientemente de quién la escribió, o de quién la tradujo. El autor está presente durante el proceso, digamos, creador. Después debe defenderse sola. La pregunta sería entonces, en el caso de la versión: ¿Sigue siendo literatura? y si la respuesta es positiva ¿cuál es la importancia de que sea más o menos fiel a la obra original? La respuesta parece haberla dado hace unos días el doctor Calle cuando habló de Homero, Iliada, de Alejandro Baricco: una nueva escritura de este clásico en el que Baricco se dedica, guiado por la idea de adaptar el texto para una lectura pública, a releer y reescribir la Ilíada de Homero, construyendo con el material original una nueva versión.
Pocos se atreverían a decir que este nuevo texto es una traducción de la Iliada, y más bien muchos lo consideran una obra nueva. Si aceptamos esto tal vez podamos acercanos un poco a lo que es una verdadera traducción o al menos a algunas de sus características:
1. La intención debería ser primordial, infaltable, aunque no suficiente. El traductor debe saber que está haciendo tal cosa y no otra y que tiene una responsabilidad frente a la obra.
2. Conocer bien el idioma (modismos incluídos) tanto del original, como aquel al cual se va a vertir. Y ambos deberían ser tan fáciles para el traductor como si fuera la lengua nativa.
3. Conocer tan bien la obra que casi pueda escribir a la manera de... otras cosas, lo que se le ocurra.
4. Ser respetuoso del 'espíritu' de la obra (otra vez esta difícil palabra, que tal vez merezca por sí sola una entrada).
5. Debería agregarse la humildad. Suponemos que el traductor debería entender que es un artesano. Un hombre que debe hacer su labor de manera perfecta, pero apegándose al molde.
6. Entender que la obra ya está completa. Nada peor que alguien que crea que todavía se pueden agregar o editar cosas a una obra. Es muy posible que por la cabeza de los traductores siempre pase la idea de pensar que una palabra es demasiado fea o susceptible de mejorarse. Son ideas que deben alejarse de inmediato.