Uno de los nietos dejó la pistola es un juguete en mi escritorio. Durante la guerra no habían juguetes para niños, y como siempre se veía a los soldados ir y venir por la carretera, construí un rifle con un pedazo de madera y una banda elástica amarrada a una punta, con un pedazo de corcho amarrado a la otra. De él vengo. Hoy día, mis nietos no pueden tener pistolas en la casa, pero sí cuando vienen a visitarme. Tengo quince pistolas de juguete y todas son de metal; pienso que son hermosas pero no es posible sacarlas a cualquier parte.
Conseguí la máquina de escribir en 1958 con un chino. Como ya no se puede mandar a arreglar tengo que ser muy cuidadosa con ella. Allí escribo los primeros borradores. Esto te da más tiempo, pues al ser la máquina tan vieja tienes que golpearla; un computador simplemente acelera. Luego los paso al computador para poder corregir. Después van a dar con alguien que hace este trabajo apropiadamente pues yo no puedo teclear bien.
El perro es un cachorro creo que se llama Walter –uno de mis nietos se lo ganó como premio en el colegio. Como es tan joven, a veces se sienta conmigo un rato mientras trabajo. No llega a distraerme tengo un búfalo de tamaño real en el corredor y no me doy cuenta de él. Los querubines los vendían en las tiendas de Oxfam en la calle principal de Camden: en ningún sentido son valiosos, simplemente son bonitos.
Los libros están ahí porque no hay otro lugar para ponerlos no puedo recordar a dónde deben volver, entonces simplemente se quedan en la mesa.
El cenicero es el recuerdo de unos tiempos más felices… Pensé en dejar algunas colillas en él, pero luego los niños se enfadarían conmigo.
Mi nieto Bertie construyó el Titanic para mí cuando apenas tenía doce años. Me lo dio de cumpleaños cuando estaba escribiendo Every Man for Himself. Nunca lo he sacado de la urna, es tan hermoso.
Encima del candelabro del piano está el modelo de un soldado acostado y disparando desde las almenas, con una bandera que hizo uno de mis nietos.
No me importa trabajar un poco atiborrada de cosas. Es tu cabeza la que tiene que estar despejada.
Beryl Bainbridge nació en Liverpool en 1932 o en 1934. Murió hace menos de un año, el 2 de julio. Empezó a escribir novelas apenas supo que no tenía nada más para hacer; un fallido intento de suicidio señala que, efectivamente, escribir fue su última opción. Sus primeros libros están basados en experiencias personales, en recuerdos familiares. El día que sintió que todo su pasado ya estaba escrito, y que no había nada más para contar, decidió escribir novelas históricas. Escribió sobre el hundimiento del Titanic, sobre la guerra de Crimea, sobre los últimos días de Samuel Johnson. Apenas terminaba un libro pintaba un cuadro sobre el protagonista de la historia. Poco antes de morir un nieto le preguntó si no creía que ese año iba a ser divertido, Bainbridge le respondió: oh, no tengo tiempo, tengo que escribir un maldito libro. Varias editoriales han publicado en español a Bainbridge: ninguna con el juicio suficiente. La española Ático de los libros publicó en 2010 El baile de los infieles. Prometen más.
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A cuatro meses de su primer año de eternidad, la traducción de Tomás le pone la luz a esta maravilla: atesoro "La excursión de la fábrica de botellas" (Edhasa, 1984), que compré ese mismo año en $1.530: en la librería Continental (Requiescat in pace) de don Rafael Vega. Dentro encuentro un apunte: "Beryl Bainbridge es el mejor escritor en lengua inglesa" (Graham Greene), y una seña: 101 (16). Voy a esa página y renglón y encuentro: "¿Qué importaba que Enrique VIII se hubiera enamorado tantas veces y hubiera gozado y comido enormes banquetes? Ahora estaba muerto y podrido."
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