Unheimliche Heimat, “Pútrida patria”, es el título que escogió W. G. Sebald para uno de sus libros de ensayos. Unheimlich, en el diccionario que consulto significa también “siniestra”, “tétrica”, incluso “inquietante”. Todo esto para Sebald es lo que ha sido Austria –eje del libro-, desde el imperio austrohúngaro hasta hoy: algo descompuesto, un territorio funesto que no es posible unificar bajo esa palabra: patria. El tercer ensayo de Pútrida patria está dedicado a Joseph Roth, el escritor judío para el que la caída de la monarquía católica de los Habsburgo supuso la aniquilación de su idea del hogar. Porque precisamente, como dice el conde Franz Xaver Morstin, el protagonista del cuento de Roth “El busto del Emperador”, después de la gran guerra, “esa que llaman Guerra Mundial” lo que antes era una casa con las puertas y las ventanas abiertas, dispuesta a recibir todo tipo de pueblos y razas, el imperio, ahora, con los así llamados nacionalismos, se convertía en un montón de cuartos separados, donde no se puede entrar y se siente uno asfixiado, naciones. Y aunque hoy ese propósito que Roth buscó cumplir durante sus últimos años, la restauración de la monarquía y sus súbditos, le parecerá a muchos ingenuo, fue él el que en 1927 ya hablaba de “campos de concentración” y el que pronosticaba –cuenta Géza von Cziffra en El santo bebedor- una especie de gran explosión que iba a cambiarlo todo: “Los dos [von Cziffra y Stefan Zweig] me darán la razón por tener una visión sombría del futuro. No pienso sólo en el futuro de Alemania, sino en el de todo el mundo. Culpable de ello es el alejamiento de Dios. Los hombres han sido infieles al Dios bueno, viejo, barbudo y han creado un nuevo dios que se llama progreso. Creen fanáticamente en la técnica, en la mecanización creciente. Ese nuevo dios, como un Moloch, nos destruirá un día. Los nuevos descubrimientos científicos parecen al principio servir al hombre, pero llegará un momento en que se convertirán en su perdición. Piensen, por ejemplo, en la dinamita de Nobel. Al principio fue una bendición, después trajo la muerte”. (p 74) Ese era Joseph Roth, Joseph el Rojo, el autor de una de las mejores novelas jamás escritas, La marcha Radetzky.
Durante la batalla de Sarajevo, luego de que un soldado campesino arriesgara su vida por salvar a un compañero, que resultó siendo nada más y nada menos que su “majestad apostólica real e imperial” Francisco José I, éste, el soldado Joseph Trotta, nacido en la humilde Eslovenia, es nombrado noble y capitán del ejército, no sin antes recibir la Orden de María Teresa, el máximo honor en la milicia. Así comienza el noble linaje de los Trotta; con el honor y la custodia de un imperio. El capitán tiene un hijo, y éste a su vez el suyo. La marcha Radetzky es la historia de cómo este último descendiente y el imperio desaparecen. Antes, el retrato del emperador colgaba orgulloso en las casas y en los negocios; ahora cuelga bajo las luces de los burdeles y en el corredor de atrás de las tabernas. Antes, la idea de conservar el orden invitaba a los jóvenes a preparar la guerra; ahora la idea del progreso y de “la humanidad” hacen temerla y evitarla a toda costa. Antes, si uno se enfermaba, lo consecuente era esperar con resignación la muerte; ahora los hombres dicen sufrir por el amor de una mujer casada y beben para olvidar la pena. Antes, existía un gran imperio; ahora no queda nada.
¿Qué es la patria, ahora, entonces? ¿Qué puede levantar el ánimo de los pueblos y unificarlos de nuevo bajo el mando majestuoso de los Habsburgo? Encontrar estas respuestas aniquiló a Roth, el judío que se creía cristiano. Lo llevó a planear conspiraciones ridículas, a dedicar demasiado tiempo al intento por desarrollarlas. Se entregó a Dios, que, no sabiendo si Roth era judío, católico o simplemente una mezcla lamentable de los dos, lo consoló con el olvido que presta por un rato el alcohol:
"«¿Por qué es santo el bebedor?», le pregunté. «Por los mismos motivos que yo -me contestó con expresión seria-. Porque el buen Dios le concedió la misma gracia que a mí. Presta a mi bebedor, un vagabundo, doscientos francos, que él tendría que devolver a santa Teresa de Lisieux, por medio del sacerdote de la capilla de Santa María de Batignolles. Naturalmente, el vagabundo se bebió la donación, pero el buen Dios siguió haciéndole llegar dinero por caminos diferentes, como ha alimentado siempre mi talento poético cuando la llama interior amenazaba con extinguirse»." El santo bebedor. Recuerdos de Joseph Roth, p 16.
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¿Cómo se despidió Joseph Roth? Hoy, la Marcha de Radetzky suena en Austria para despedir el año viejo y recibir el que empieza. Por su parte el conde Morstin decide, años después del final de la Gran Guerra, es decir, años después del fin del imperio austrohúngaro, enterrar el busto del emperador Francisco José en el cementerio de su pueblo; declarar así con el doble entierro del gobernante el fin de una era, aceptar, de una buena vez, la pútrida patria. Roth se despidió con un libro, uno que está al lado de la Perorata del apestado, de Austerlitz y de Trastorno: La marcha Radetzky, ese adiós a un mundo que podía funcionar con las puertas y las ventanas abiertas.
La gran mayoría de la obra de Roth está traducida al español: “El busto del Emperador”, apareció en 2008 en Acantilado, con traducción de Isabel García Adánez; La marcha Radetzky se reeditó en 2008, en Edhasa, con la traducción de Arturo Quintana. Lo de von Cziffra, El santo bebedor. Recuerdos de Joseph Roth, lo editó también Acantilado, con traducción de Nieves Trabanco.
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