son tragedias shakespereanas [estos dramas rusos]
El caso Tuláyev
Así como leí La madre del amargo Gorki -desprevenidamente-, quise leer El caso Tuláyev, de Victor Serge. Y lo cierto es que todos los comentarios sobre esta novela -de Octavio paz, de John Berger, de la misma encargada del prólogo, la señora Susan Sontag- me resultaron molestos, nada llamativos, de inmediato me previne. ¿Por qué? La vida de Victor Serge fue toda un viaje sin rumbo y sin hogar: nació en Bruselas como exiliado ruso en 1890, vivió en Francia donde comenzaría a desarrollar su actitud propagandista, en España, y finalmente sería parte de la revolución bolchevique en Rusia. Cárceles, Viena, hasta finalmente, debido a su posición crítica frente al gobierno de Stalin, ser expulsado del partido comunista. Precisamente su deportación a Siberia (1933) como castigo a su posición contrarrevolucionaria, hizo que personajes como Gide, Malraux y Rolland exigieran su inmediata liberación (Serge escribió siempre en francés, y tenía en los años veinte numerosos lectores), y su condonación (es decir, su expulsión de la Unión Soviética), en 1936, fue la única otorgada a un escritor durante lo que se conoce como el Gran Terror Soviético. París, Marsella, Martinica, República Dominicana, La Habana, México... donde murió miserable y desnutrido en el asiento de atrás de un taxi (1947).
El caso Tuláyev es una novela larga (más de 400 páginas) sin un personaje principal. El asesinato del funcionario camarada Tuláyev (que como personaje es apenas mencionado, y sólo como víctima del crimen), lleva a conformar un grupo de investigación exhaustivo y ridículo donde aparecen una decena de culpables o complices, todos inocentes. En eso se va la novela, en describir el miedo que todos sienten por el régimen, y en donde es imposible sentirse libre de culpa.
Más allá de su interés revelador (porque sí, Serge escribió esto como divulgación), se encuentran pasajes que lo superan, como el del reloj del viejo cascarrabias Rishik, y los viejos campesinos rusos alejados de todo, hasta del tiempo:
"Otra riqueza atesorada era su reloj, que a veces venían a ver de las casas vecinas. Cuando un cazador de los niénetz atravesaba las planicies, la gente le explicaba que un hombre vivía allí, y que sobre él pesaba un castigo, y que poseía una máquina de hacer tiempo, una máquina que cantaba sola, sin jamás detenerse, por el tiempo invisible. El tictac obstinado del reloj devoraba, en efecto, un silencio de eternidad. Rishik lo amaba, pues había vivido cerca de un año sin él, en el tiempo puro, pura locura inmóvil, anterior a toda creación. Rishik, para huir de la casa muda, se iba por ahí a través de la landa. Rocas blancuzcas se hundían en el suelo; el ojo se prendía ávidamente de los pocos matorrales enclenques y duros, el color de la herrumbe y de un verde ácido. Rishik les gritaba: «¡El tiempo no existe! ¡Nada existe!». Su voz, pequeño ruido insólito, era absorbido por la extención, fuera del tiempo humano, sin que siquiera espantara a los pájaros. ¿Acaso no había pájaros fuera del tiempo?" (p 261)
Pese a ser escrito en francés, El caso Tuláyev es un libro típicamente ruso: la descripción de un pueblo ingenuo y prosaico, que siempre se emborracha con vodka y siente miedo de Dios y el Estado, no es muy diferente a la de Recuerdos de la casa de los muertos de Dostoievski o a la de algún cuento triste de Chéjov. Por eso no creo que sea una coincidencia que el pueblo ruso de los zares y los tiranos aparezca siempre como una masa miserable en medio del frío, el Terror y la aniquilación: y mientras que Serge escribió todo un novelón propagandista, Anna Ajmátova en su poema Requiem, hace todo terriblemente más sencillo:
"Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detras de mí, una mujer -los labios morados de frío- que nunca había oído mi nombre salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba sólo en susurros):
- ¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
-Puedo.
Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro".
5 comentarios:
Me gusta mucho más esta traducción de José Luis Reina Palazón (a pesar de ser la que me consiguió Pablo Felipe):
En lugar de prólogo
En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me "reconoció". Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja):
-¿Y usted puede describir esto?
Y yo dije:
-Puedo.
Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro.
La traducción que copio es la de Monika Zgustova y Olvido García Valdés. Lo de "acorchamiento" nunca me gustó, mejor "entumecimiento".
Venga, cómo así que "siete meses", ¡yo tengo diecisiete!
Mi traducción dice siete meses.
"En los terribles años de la yezhovzhina pasé diecisiete meses en las filas frente a las cárceles de Leningrado." (traducción de José Manuel Prieto, Galaxia Gutenberg Círculo de Lectores)
"En los terribles años de Yezhov pasé diecisiete meses en las colas de las cárceles de Leningrado." (traducción de Jesús García Gabaldón, Cátedra)
En tu edición, seguro más breve: Carlos A., se abrevió en consecuencia el tiempo de las filas.
Tomás: Prieto emplea: "letargo"; y García Gabaldón: "aturdimiento". Me parece que ambas hablan del alma mejor que "entumecimiento": que parece referir al cuerpo. Y si me pones a escoger prefiero: "aturdimiento"
Otrosí:
Todavía no puedo entender el extendido empleo de: "dar cuenta" con el significado de: "contar".
El DRAE define:
"cuenta. 1. f. Acción y efecto de contar."
Y:
"dar ~ de algo. 1. loc. verb. coloq. Dar fin de algo destruyéndolo o malgastándolo."
Habrá quienes den cuenta de algo, y aún den buena cuenta (RAE: dar alguien buena ~ de algo. 1. loc. verb. Acabarlo o consumirlo totalmente.), pero no Ajmátova:
Como Reina Palazón, Prieto pone: "describir", y García Gabaldón: "describirlo". Mucho mejor, claro.
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