¡Ya está!
¿Y ahora qué, maestro don Gesualdo?
¿Qué hago con estas páginas escritas a máquina y revisadas a tinta?
Antes tenía una opinión, que podía seguir o no. Mandárselas y aguardar quince días -usted es prestísimo- a recibir otras páginas manuscritas con una caligrafía que acabé por descifrar donde, con la elegancia y precisión de los sabios, exponía unas dudas, sugería unas rectificaciones, proponía unas notas. Era paradójico y enternecedor que su escritura oscura se resistiera a no ser entendida del todo. Le dolía, por ejemplo, que algún lector español no supiera quién fue Girardengo y se perdiera parte del alcance semántico de la frase. Y en alguna ocasión las notas fueron tantas que, ¿se acuerda?, hubo que introducir un glosario al final del libro. Algo de lo que, por cierto, sólo se enriqueció la edición española.
Después, con el tiempo y los libros, simplificamos el trámite e incluso, no sé si con su aquiescencia o con tolerante reserva, lo eliminamos. No sé, pero un día me escribió algo tan hermoso como injusto: «He leído en voz alta unas páginas de su traducción y me suenan mejor que las que yo escribí. Por consiguiente, he decidido aprender castellano.»
Yo también, con el tiempo y con sus libros, he aprendido mucho de usted; he aprendido a conocerle. Sé que en Tommaso y el fotógrafo ciego es Tommaso, pero también el filósofo Plácido, además de unas dosis de la locura palabrera de Crisafulli. Pero... ¿de qué me sirve? ¿De qué me sirve si lo que me urge preguntarle es qué quería decir cuando dice: «Solamente deseaba construir un laberinto de papel, un leve-grave Merzbild de cifras ocultas; explosivo, sí, pero no más que un petardo o un globo»? O bien: «Como si fuera fácil, con la miopía que padezco, corregir todas las erratas con que me ha gustado llenar los manuscritos de mi vida...» ¿Dónde pregunto, dónde le llamo, dónde le busco, don Gesualdo...?
Un día me contó lo poquísimo que le gustaba viajar. Que apenas empezaba un viaje, la nostalgia del retorno le llevaba a concluirlo. Y, para confirmarlo, me mandó, junto con Leonardo Sciascia, una postal desde el Simplón, el que guiña el ojo al Fréjus. «Para que vea usted que también viajo. Saludos.» Y ahora decidió no volver a prolongar in aeternum la estela de sus kilómetros. ¡Vaya broma!
Me quedaré sin saber gran parte de lo que quería saber, y conmigo sus lectores, pero eso no quita, maestro, que le diga, y sus lectores conmigo, que, haciendo honor a su estirpe normanda, se ha despedido a la francesa pero, eso sí, con un regalo bellísimo: este libro.
Joaquín Jordá,
13 de septiembre de 1996
Así cierra la edición de Tommaso y el fotógrafo ciego, en la edición de Editorial Anagrama (PN 386: 1998).
Alguna vez conté, basado en una entrevista, el recuerdo de Jordá y la decisión de Bufalino: esta carta imposible es una agradecida confirmación.
Costante Girardengo (1893-1978) fue un reconocido ciclista italiano, creo que es a él a quien se refiere el lamento: girare, en italiano, girar, rodar.
El Simplón y Fréjus son túneles; uno, el que une a Suiza e Italia con sus casi 20 km de longitud, el otro, de 13 km, a Francia con Italia.
Tommaso y el fotógrafo ciego fue la última novela publicada de Bufalino, en abril de 1996. Dos meses después murió en un accidente automovilístico en la vía Vittoria-Comiso. Trabajaba entonces en una novela (de la que parece quedaron dos capítulos) sobre el ajedrecista Capablanca, titulada Chamat.