Con idéntico modo de archivo, la necrología, borrosa, la guardo en la Perorata del apestado. Aparecida en la sección Gente, se lee:
El novelista y poeta italiano Gesualdo Bufalino, uno de los escritores más destacados de los últimos 25 años, falleció ayer en un accidente de tráfico ocurrido en una carretera estatal de la isla de Sicilia.
El accidente sucedió en la carretera que une las localidades de Vittoria y Comiso, de la provincia meridional siciliana de Ragusa.
Bufalino murió en el hospital de Comiso, su ciudad natal, donde fue ingresado con un trauma craneal después de que el automóvil en que viajaba chocó, por causas que por el momento se desconocen, con otro coche que transitaba en el sentido contrario.
El escritor italiano transitaba con su chofer, de 60 años y con una acompañante de 40 años.
Gesualdo Bufalino nació en 1920 en Comiso (isla de Sicilia). Desde pequeño, su padre le inclinó a la lectura y a los once años escribió su primer soneto.
Cuando tenía 16 años descubrió al poeta francés Charles Baudelaire, a partir de una traducción en prosa italiana.
Más tarde tradujo Las Contrerimes de Toulet, que bastantes años después reformó y se publicó en 1983.
Dedicado sobre todo a la poesía, en 1971 escribió su primera novela, Peroata del apestado [sic], basada en experiencias personales, donde se reflejó su amplio conocimiento de la cultura francesa.
En efecto, por esta novela recibió diez años más tarde, cuando fue publicada, el premio Campiello, el galardón literario más prestigioso de Italia.
La publicación de su primera novela se produjo casi por casualidad. Un pequeño editor de Palermo descubrió que había escrito el prólogo de un libro de fotografías locales.
El editor intuyó que debía tener otras cosas escritas y consiguió convencerlo de que las publicara.
A la Perorata del apestado le siguió El hombre invadido y Argos el ciego, en 1987 y Las mentiras de la noche, 1988. Con esta última novela consiguió el prestigioso premio italiano Strega.
Sin embargo, a pesar del éxito, Gesualdo Bufalino, decidió por timidez, obstinación o cualquier otra causa, no publicar nada más hasta su muerte.
Según palabras del propio autor, "frente a la dulzura de escribir, el publicar se convierte para mí en una angustia".
Otras de sus obras más conocidas son: Museo de sombras, El hombre, Qui pro quo (todas como narrativas); La miel amarga, de poesía; Dizionario del pernosaggio di romanzo y Cereperse, en ensayo.
Bufalino se definía como lector, después espectador cinematográfico y luego como escritor. También se dedicó a la enseñanza y fue director del instituto de su localidad hasta que se jubiló a los sesenta años.
Con su muerte, se va una de las plumas más destacadas de la actual narrativa italiana.
«Parto de la base de que existen textos morales que es necesario hacer públicos... Me temo que éste no es mi caso; por tanto, ¿para qué publicar mis escritos? Cuando escribo tengo la sensación de abandonarme a un acto de lascivia, a una especie de interminable y falsificada habladuría sobre mí mismo, por lo que creo que mi escritura debería limitarse a un uso estrictamente privado. Es una presunción, lo admito, y quizá sea una forma de no confesar una rara cobardía: la de sufrir la publicidad como si fuera una "radde rationem", una vergüenza, un sentirse desnudo y humillado, como cuando uno va a tallarse antes de hacer el servicio militar».
«Leonardo Sciascia. -En este momento de mi vida, después de haber publicado una veintena de libros y haber conseguido un cierto éxito, una cierta notoriedad, puedo decirle que mi experiencia confirma su presentimiento: se trata de una aventura realmente siniestra. Pero el hecho es que uno no puede dejar de vivirla. Estadísticamente es imposible huir de tal destino; su propio caso lo confirma. Todo sucede en los primeros diez años de nuestra vida: por mucho que lo retrasemos, ese destino está al acecho, dispuesto a atraparnos en cuanto nos abandonemos, en cuanto nos distraigamos, y, en ciertos casos, incluso después de la muerte. Todo sucede en los primeros diez años de vida, y más aún en el caso de un escritor.
Gesualdo Bufalino. -Sí, pienso que los primeros diez o doce años de nuestra vida nos configuran por completo. Tengo algunos recuerdos que corroboran esta hipótesis: un día, cuando tenía seis años, arrastré a mi madre de un lado a otro de mi pueblo con el fin de que me leyera los nombre de las calles y esbozar con ellos un rudimentario Panteón nemotécnico. Desde entonces, este impulso de inventariar el universo ha estado siempre muy presente en mí. Más tarde, desde los 35 hasta los 40 años, trabajé, simplemente por gusto, en un interminable libro de los libros, una especie de "suma" de citas. También recuerdo que un día robé en una pescadería un montón de periódicos viejos. Me descubrieron y enrojecí de vergüenza, sobre todo porque, si los hubiera pedido, me los habrían regalado. Todo esto me hace llegar a la conclusión de que el mundo de la escritura ya se me presentaba como algo apetecible y prohibido, relacionado en cualquier caso con una práctica furtiva.
L. S. -Usted nació en Comiso en 1920 y ha vivido allí casi toda su vida. Yo nací en Racalmulto um año después y he pasado en él la mitad de mi vida. Pienso que, en los años 30, cuando comenzamos a leer el mundo através de los libros, los dos nos encontrábamos en una situación muy parecida: ambos leíamos los pocos libros que encontrábamos en casa, revista y periódicos viejos, la "Domenica del Corriere" y los escritores rusos editados por Barion o Bietti.
G. B. -Mi padre, que era herrero, amaba la literatura: tenía una "Divina Comedia" con ilustraciones de Doré, un "Ortis", un diccionario "Melzi" de 1909, un "Fabbro del convento", un "Guèrin", "El misterio del poeta" de Fogazzaro y "Los miserables". Este último libro lo leí infinidad de veces: me fascinaban sus divagaciones épico-líricas... Después vino "Guerra y Paz": Natacha me cautivó...
L. S. -Mi experiencia es muy parecida. La única diferencia es que la obra de Fogazzaro que teníamos en mi casa era "Malombra"... Me imagino que usted empezaría escribiendo versos.
G. B. -Sí, a los once años escribí un soneto que aún conservo. Después, hasta los veinte años, escribí cientos de poesías, que ahora parecen del siglo pasado. Pero en aquellos años nadie me había hablado de Ungaretti, de Montale...»
Comenzando con una noticia de muerte, termina uno pensando en un niño (que):
«Más alla lo turba el espejo antiguo, manchado de herrumbre, al cual se asoma para mirarse. El óvalo, enmarcado por sarmientos, le devuelve una débil mezcla de colores, el celeste de la camiseta, la palidez de la frente, el ardor de los labios. Y en el espejo se aterran dos ojos que un movimieto de párpados cubre o desvela.
"Dino", llama el niño y se toca, empieza a tocarse en cada punto del cuerpo, se vuelve a bautizar. "Frente", dice. "Ojos", sonríe. "Nariz", se ríe. No ha tenido tiempo de saciarse del juego y ya tira sobre el espejo un retazo de tela de flores y le parece, ciego, que se ha matado».