15/2/10

En Vitrina:




Bret Harte: Cuentos Californianos. Navona Editorial.

Saki: Reginald. Navona Editorial.

Thomas Hardy: Las pequeñas ironías de la vida. Navona Editorial.

12/2/10

Notas finales (III)

9. La novia de Corinto y otros cuentos de ángeles y hechos sobrenaturales, Amado Nervo.

Acabóse de imprimir este libro el 12 de noviembre de 1999,
aniversario del día en que naciera en Costa Rica
el primer hijo que Rubén Drío tuvo de una
mujer. Después, su poesía dio a luz
a tantos como estrellas
hay en el mar.

12. Aguas del Aqueronte y otros cuentos narcóticos, Julio Herrera y Reissig.

Acabóse de imprimir este libro el 18 de marzo del año 2000,
aniversario del día en que muriera, en la hora del alba,
el poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig de
un rayo en el corazón, que había latido
durante 35 años, avisando
como desde lejos hacen
las tormentas.

14. Belcebú, Emilia Pardo Bazán.

Acabóse de imprimir este libro el 18 de marzo del año 2000,
aniversario del día en el que Enilio Carrere publicó, en
El liberal, su poema El amor de la noche,
donde asegura, en versos alejandrinos,
"amar a las almas tristes que,
en su eterno vagar, se han
quedado dormidas
a la sombra de
un árbol".

20. Baldosas amarillas, Luis Alberto de Cuenca.

Este libro se acabó de imprimir el 15 de mayo de 2001,
un siglo y un año después de que se publicara por
primera vez El maravilloso Mago de Oz.
Éste fue el regalo que a sí mismo y al mundo
hizo su autor, L. Frank Baum, en la
celebración de su cuadragésimo
cuarto cumpleaños.

21. Primera carta desde el Brasil, Pero Vaz de Caminha.

Acabose de imprimir este libro el 16 de diciembre de 2000,
cinco siglos después de que Pero Vaz de Caminha
encontrara la muerte en Calcuta (la India)
durante el asalto de los moros a la
factoría a la que había sido
destinado como
escribano.

8/2/10

En Vitrina:


Eduardo Berti (Compilador): Galaxia Flaubert, Adriana Hidalgo.

Alfred Polgar: La vida en minúscula, Acantilado.

Antonio Di Benedetto: Cuentos completos, Adriana Hidalgo.

1/2/10

Envío

  ¡Ya está!
  ¿Y ahora qué, maestro don Gesualdo?
  ¿Qué hago con estas páginas escritas a máquina y revisadas a tinta?
  Antes tenía una opinión, que podía seguir o no. Mandárselas y aguardar quince días -usted es prestísimo- a recibir otras páginas manuscritas con una caligrafía que acabé por descifrar donde, con la elegancia y precisión de los sabios, exponía unas dudas, sugería unas rectificaciones, proponía unas notas. Era paradójico y enternecedor que su escritura oscura se resistiera a no ser entendida del todo. Le dolía, por ejemplo, que algún lector español no supiera quién fue Girardengo y se perdiera parte del alcance semántico de la frase. Y en alguna ocasión las notas fueron tantas que, ¿se acuerda?, hubo que introducir un glosario al final del libro. Algo de lo que, por cierto, sólo se enriqueció la edición española. 
  Después, con el tiempo y los libros, simplificamos el trámite e incluso, no sé si con su aquiescencia o con tolerante reserva, lo eliminamos. No sé, pero un día me escribió algo tan hermoso como injusto: «He leído en voz alta unas páginas de su traducción y me suenan mejor que las que yo escribí. Por consiguiente, he decidido aprender castellano.»
  Yo también, con el tiempo y con sus libros, he aprendido mucho de usted; he aprendido a conocerle. Sé que en Tommaso y el fotógrafo ciego es Tommaso, pero también el filósofo Plácido, además de unas dosis de la locura palabrera de Crisafulli. Pero... ¿de qué me sirve? ¿De qué me sirve si lo que me urge preguntarle es qué quería decir cuando dice: «Solamente deseaba construir un laberinto de papel, un leve-grave Merzbild de cifras ocultas; explosivo, sí, pero no más que un petardo o un globo»? O bien: «Como si fuera fácil, con la miopía que padezco, corregir todas las erratas con que me ha gustado llenar los manuscritos de mi vida...» ¿Dónde pregunto, dónde le llamo, dónde le busco, don Gesualdo...?
  Un día me contó lo poquísimo que le gustaba viajar. Que apenas empezaba un viaje, la nostalgia del retorno le llevaba a concluirlo. Y, para confirmarlo, me mandó, junto con Leonardo Sciascia, una postal desde el Simplón, el que guiña el ojo al Fréjus. «Para que vea usted que también viajo. Saludos.» Y ahora decidió no volver a prolongar in aeternum la estela de sus kilómetros. ¡Vaya broma!
  Me quedaré sin saber gran parte de lo que quería saber, y conmigo sus lectores, pero eso no quita, maestro, que le diga, y sus lectores conmigo, que, haciendo honor a su estirpe normanda, se ha despedido a la francesa pero, eso sí, con un regalo bellísimo: este libro.

Joaquín Jordá,
13 de septiembre de 1996

Así cierra la edición de Tommaso y el fotógrafo ciego, en la edición de Editorial Anagrama (PN 386: 1998). 

Alguna vez conté, basado en una entrevista, el recuerdo de Jordá y la decisión de Bufalino: esta carta imposible es una agradecida confirmación.
Costante Girardengo (1893-1978) fue un reconocido ciclista italiano, creo que es a él a quien se refiere el lamento: girare, en italiano, girar, rodar.
El Simplón y Fréjus son túneles; uno, el que une a Suiza e Italia con sus casi 20 km de longitud, el otro, de 13 km, a Francia con Italia.

Tommaso y el fotógrafo ciego fue la última novela publicada de Bufalino, en abril de 1996. Dos meses después murió en un accidente automovilístico en la vía Vittoria-Comiso. Trabajaba entonces en una novela (de la que parece quedaron dos capítulos) sobre el ajedrecista Capablanca, titulada Chamat

28/1/10

En Vitrina:



En el país de los dioses: Lafcadio Hearn. Acantilado.

Comedia: Dante Alighieri. Seix-Barral.

La casa de los siete tejados: Nathaniel Hawthorne. Debolsillo.


25/1/10

Tres tristes tigres et al.

Hace ya cerca de dos meses que vivo una especie de delirio literario por culpa de la prosa de Guillermo Cabrera Infante. Todo comenzó con El libro de las ciudades aunque habría que decir que conocí al autor hace unos 13 años cuando salió la primera versión en español (en Colombia) de Puro humo, una historia del cigarrillo que me atrapó desde sus primeras páginas pero que fue hurtada de mi biblioteca como muchos otros libros que no he podido volver a recuperar.

Puro humo me interesaba porque en esa época escribía una serie de poemas sobre el cigarrillo que yo creía que me harían una especie de Malcolm Lowry del tabaco (uno a los 18 años se sabe un genio). Sin embargo, no iba ni en la mitad del libro cuando me di cuenta que no sólo no agregaba nada al tema, sino que hacía un terrible ridículo. Gracias a Cabrera Infante dejé mis poemas sobre el cigarrillo y, mejor aún, dejé de escribir poesía (lamentablemente sobrevivió un folletico que todavía circula por ahí para vergüenza mía –si encuentra alguno, hágame un favor, quémelo-).

Debe ser por eso que tardé tanto en volver a este autor. Hace un par de años compré un volumen gigantesco, una auténtica arma contundente: Infantería: una selección de textos recopilados por el Fondo de Cultura Económica que más parece una sopa de letras del autor cubano. Lo comencé, lo hojee y la cosa se quedó así.

Volvamos a hace dos meses, a El libro de las ciudades, estaba descansando en una hamaca, me había llevado el libro en el maletín, pensando no se qué, la verdad, aunque había comprado en promoción cinco libros de Cabrera Infante (dos en la Feria del Libro y tres en Libélula) seguían inmaculados en mi biblioteca. Pues bien, empecé a leer y no pasaba nada, no entendía nada, el humor me parecía, unas veces rebuscado y otras pasado. De pronto, no puedo explicar cómo, el milagro se dio, me conecté con el libro, con el autor, su humor me pareció fantástico, su complejidad, un guiño de un amigo a quien conocemos hace tiempo, su petulancia, apenas la reafirmación de un autor.

Luego comencé en serio con Infantería, y seguí con Tres tristes tigres. Viene la Habana para un infante difunto que espera impacientemente en mi biblioteca. Este texto, más que una reseña o una recomendación, es una anécdota personal. No sé si otros lo disfruten como yo. Es más, mi ego exigiría que sólo él y yo tuviéramos este entendimiento, pero como el éxito de Cabrera Infante indica, es posible que usted, apreciado lector, lo disfrute tanto o más que yo. Así que qué espera, ¿por qué sigue leyendo a este novato? vaya mejor y se sienta de inmediato a conversar con ese cubano que lo fue más en medio de la niebla de Londres.

21/1/10

Costumbres argentinas


Pregunté, sabiendo el engaño, si era México al 1501: pregunté, lento, si allí comía Jorge-Luis- Borges; la mesera pregunta si allí pasaba el rato "Gorges, Forges..." Tomo la foto; saliendo me entero que los empleados no sabían que allí Borges (tal vez) haya pasado sus "ratos"; "nunca lo he leído":


16/1/10

Felisberto, nene.



Continuando, entonces, con las antologías: Las Hortensias y otros relatos, de Felisberto Hernández, en la editorial El cuenco de plata, Buenos Aires, 2009. (Felisberto Hernández nació en Montevideo en 1902; allí mismo, en 1964, moriría de 61 años.)

Siempre he considerado desafortunada la etiqueta "autor de culto"; porque así como otorga un grado de misterio y devoción impostada, altera, regula, y al final decide el juicio del lector: no podría entonces decir que mi llegada a Felisberto haya sido muy diferente, o inesperada, o meritoria, respecto a muchas otras.

Sin embargo, desde ya considero a Felisberto como un amigo; como a ese escritor absolutamente honesto que desarrolló su obra desde la calidez más esencial.

En estos cuentos (en realidad Las Hortensias es una novela corta) el silencio y los recuerdos son obsesiones, hermosas repeticiones:

"Hacía algunos años me había despertado en el cuarto oscuro de un hotel de campaña y había descubierto que nuestros pensamientos se producen en un ámbito de nuestra intimidad que tiene calidad de silencio. Aun en el barullo más estridente de una gran ciudad, pensamos en silencio a dónde vamos, qué tenemos que hacer o en aquello que conviene a nuestros deseos. Pero todavía es más profundo el silencio en que se forman nuestros sentimientos. Sentimos el amor en silencio antes de que lleguen los pensamientos, después las palabras y después los actos, cada vez más hacia afuera, hacia el ruido". (La casa nueva)

"Todos estos recuerdos vivían en algún lugar de mi persona como en un pueblito perdido: él se bastaba a sí mismo y no tenía comunicación con el resto del mundo. Desde hacía muchos años allí no había nacido ninguno ni se había muerto nadie. Los fundadores habían sido recuerdos de la niñez. Después, a los muchos años, vinieron unos forasteros: eran recuerdos de la Argentina. Esta tarde tuve la sensación de haber ido a descansar a ese pueblito como si la miseria me hubiera dado unas vacaciones". (El corazón verde)

Todo, así, se entretiene en medio de lo que nos queda en la cabeza, y en lo que la ausencia de sonidos nos llega a gritar desde algún otro mundo que presentimos, pero nos equivocamos, fantástico: un puebllito que a menudo visitamos y que llamamos memoria.

Una antología que se queda corta, pero que cumple con mostrar un autor (menos mal) cada vez menos de "culto": y que desde fuera de esa sombra de dañina y escondida admiración, nos llega como otra comprobación, básica, de la felicidad.

...

a) Creo que se han mencionado los problemas de distribución entre las editoriales pequeñas en hispanoamérica: El cuenco de plata, por desgracia, no presenta excepción: y aunque el trabajo editorial del señor Edgardo Russo no ha pasado desapercibido por la librería, con apenas tres títulos en medio de los estantes, la sensación es ingrata. Me llama la atención, en la Nota editorial que presenta el libro de Felisberto, esta triste dedicatoria:

"La presente edición recupera para los lectores rioplatenses..."

b) La juiciosa edición de Las Hortensias y otros relatos, cierra, semejando un cuenco de plata, así:

Se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2009
en los Talleres Gráficos Nuevo Offset
Viel 1444, Capital Federal
Tirada: 2500 ejemplares.



15/1/10

Tres Antologías.

Hace un par de noches, leyendo el diario de Adolfo Bioy Casares, encontré una selección, realizada por Borges y Bioy, de los, a su criterio, mejores cuentos de Rudyard Kipling y Henry James; así como una colección de piezas de R.L. Stevenson (a la que llamaron Otro Stevenson).

Es fácil perderse en las voluminosas ediciones de cuentos completos; para ahorrar tiempo (la vida es corta, el arte extenso) y energías, mejor resulta elegir unos pocos buenos cuentos, una modesta antología; eso basta. Nada mejor, entonces, que las elaboradas por estos dos grandes lectores, tan profundamente familiarizados con estos tres grandes autores.

Transcribo aquí el índice de estas muy aconsejables antologías:

“a. Kipling: «Beyond the Pale» , «The Gate of the Hundred Sorrows», «The Brushwood Boy», «On the Great Wall», «The Church that was at Antioch», «Dayspring Mishandled», A Sahib’s War», «The Dog Hervey», «Mary Postgate» «The Eye of Allah» », «The Wish House», «The Finest Story n the World».

b. Henry James: «The Great Good Place», «The Figure in the Carpet», «The Coxon Fund», «The Beldonald Holbein», «The Real Thing», «The Friends of the Friends», «The Birthplace», «The Abasement of the Northmores».

c. Otro Stevenson: «On the Choice of a Profession», «A Christmas Sermon», «Gentlemen», «A Gossip on Romance», «A Humble Remonstrance», «A Chapter on Dreams», dos o tres fábulas («Faith, Half Faith and No Faith at All») .”


Henry James. Rudyard Kipling. Robert Louis Stevenson.


8/1/10

Carlos Augusto Jaramillo está indispuesto