Mi estudio está en la parte de atrás de mi casa. Es un cuarto no muy grande, de techo bajo, con una ventana amplia que da al jardín. Cuando nos mudamos a esta casa (que tiene casi cien años) pensamos durante un tiempo en extenderlo hacia el jardín para que pudiera contener parte de las bibliotecas, pero finalmente lo dejamos tal como estaba, y sólo reemplazamos el piso anterior de cerámica por uno de pinotea. Es un espacio silencioso, al que no llegan los ruidos de la calle, y tiene luz natural durante gran parte del día. Está a la vez separado e integrado a la casa por una puerta vidriada, algo para mí importante porque me gusta (o no puedo evitar) caminar cuando escribo. De manera que esa puerta está en general abierta y yo deambulo durante la mañana en busca de té o café entre mi estudio y la cocina. Tengo un escritorio antiguo que compré en el Mercado de Pulgas, junto con unas sillas giratorias de madera muy hermosas. Una notebook, una impresora, una lámpara, las pilas de borradores sucesivos de lo que estoy escribiendo. También dos bibliotecas con mis propios libros, y los libros “afines” a la novela que escribo, porque me gusta tenerlos cerca. En general mi escritorio está siempre en algún grado de desorden creciente, llega periódicamente al desborde y, como parte del ciclo, en un tardío arranque de limpieza este desborde se traspasa a los cajones, que a su vez, como en un sistema de esclusas, desbordan también por dentro, a escondidas. Hay también sobre el escritorio una latita-lapicero, decorada por mi hija en algún día del padre, que tiene una propiedad antimateria: la lleno cada tanto con biromes flamantes, que van desapareciendo una a una como en Diez indiecitos, o dejan de funcionar infaliblemente cada vez que las preciso. Por la ventana que da al jardín puedo ver crecer los árboles y las enredaderas, puedo ver pájaros, alguna lagartija, a veces colibríes. Puedo seguir también el paso lento del tiempo de estación a estación. Pero yo soy mucho más lento (no lo digo con orgullo, lo digo con desesperación). A veces, allá afuera, pasa todo un año, mientras los personajes en mis páginas no logran avanzar un día.