6/3/10

"Words Fail Me".

Descubrí esta grabación de la voz de Virginia Woolf hace unas semanas mientras trataba de saciar ese placer morboso que nos impulsa a saber cuanto podamos de la vida de nuestros autores preferidos. Yo esperaba encontrar horas de grabaciones de la voz de Mrs. Woolf, pero sorpresivamente este parece ser el único registro de su voz. La grabación fue realizada el 20 de abril de 1937, y es apenas un fragmento de una serie de emisiones para la radio llamada "Words Fail Me", Las palabras me fallan. Posteriormente la pieza completa fue editada en el libro "The Death of the Moth and Other Essays" (La muerte de la Polilla y otros ensayos), bajo el título "Craftmanship".

Como podrán escuchar su voz es encantadora. La palabras, nos dice, no son entidades separadas sino partes de otras palabras: hermanas que se sostienen las unas a las otras, que se pertenecen. Y la belleza surge cuando las palabras indicadas se encuentran para formar una unión inseparable. Esta corta grabación confirma hasta qué grado conocía Virginia Woolf esa secreta conspiración que pueden tramar unas cuantas palabras. Espero que disfruten tanto como yo sus pausas, sus énfasis, sus giros.

[Debajo una traducción mía]



Las palabras, las palabras inglesas, están llenas de ecos, de memorias, de asociaciones. A lo largo de muchos siglos han estado rondando, en los labios de la gente, en las calles, en los campos. Y esta es una de las principales dificultades al emplearlas hoy –pues ellas están almacenadas con otros significados, con otras memorias; han contraído tantos matrimonios famosos en el pasado. La espléndida palabra “incarnadine”, por ejemplo. ¿Quién puede utilizarla sin recordar “multitudinous seas”?[1] En los viejos tiempos, por supuesto, cuando el Inglés era un idioma nuevo, los escritores podían inventar palabras nuevas y hacer uso de ellas. Hoy en día es bastante fácil inventar nuevas palabras –brotan de los labios siempre que contemplamos una nueva vista o experimentamos una sensación desconocida– pero no podemos emplearlas pues el idioma Inglés es viejo. No puedes utilizar una palabra nueva en un idioma viejo por el muy obvio, no obstante siempre misterioso hecho: una palabra no es una entidad singular y separada sino una parte de otras palabras. En efecto, ésta no es una palabra hasta tanto hace parte de una oración. Las palabras pertenecen las unas a las otras; naturalmente, sólo un gran poeta sabe que la palabra “incarnadine pertenece a “multitudinous seas”. Combinar palabras nuevas con palabras viejas es fatal para la constitución de la oración. Con el fin de utilizar nuevas palabras apropiadamente tendrías que inventar un idioma completamente nuevo; y eso, si bien naturalmente llegaremos allí, no es, por el momento, nuestra labor. Nuestra labor es ver qué podemos hacer con el viejo idioma inglés tal como está. ¿Cómo podemos combinar las palabras viejas de modos nuevos para que perduren, para que produzcan belleza, para que digan la verdad? Esa es la cuestión.

Y la persona que pudiera responder a este dilema merecería cualquier corona de gloria que el mundo tuviera para ofrecer. Piensen qué significaría poder enseñar o poder aprender el arte de escribir: que cada libro, cada periódico que tomaras te diría la verdad o crearía la belleza. Pero hay, pareciera, un obstáculo en el camino; una traba en la enseñanza de las palabras. Pues aunque en este momento al menos un centenar de profesores están disertando sobre la literatura del pasado, y por lo menos un millar de críticos están reseñando la literatura del presente, y cientos y cientos de jóvenes estudiantes están aprobando sus exámenes de literatura inglesa con los más altos créditos, ¿escribimos mejor, leemos mejor que hace cuatrocientos años, cuando carecíamos de conferencias, de críticas, de cátedras? ¿Nuestra moderna literatura georgiana es un parche de la isabelina? ¿Sobre quién, entonces, pesará la culpa? No sobre nuestros profesores; tampoco sobre nuestros críticos ni nuestros escritores; pero sí sobre las palabras. Las palabras son las culpables. Son la más salvaje, libre, irresponsable e “inenseñable” de las cosas. Por supuesto, puedes atraparlas y ordenarlas y ubicarlas en orden alfabético dentro de un diccionario. Pero las palabras no viven en los diccionarios; ellas viven en la mente. Si deseas una prueba, considera con qué frecuencia, en momentos de emoción, cuando más necesitamos las palabras, no hallamos ninguna. Aun así, ahí está el diccionario; se encuentra a nuestra disposición medio millón de palabras, todas en orden alfabético. Pero, ¿podemos utilizarlas? No, pues las palabras no viven en los diccionarios, viven en la mente. Examina una vez más el diccionario. Allí sin duda reposan obras más espléndidas que Antonio y Cleopatra; poemas más hermosos que la Oda a un Ruiseñor; novelas al lado de las cuales Orgullo y Prejuicio o David Copperfield parecen la cruda torpeza de un aficionado. Sólo es cuestión de encontrar las palabras correctas y situarlas en el orden indicado. Pero no podemos hacer eso ya que las palabras no viven en los diccionarios; ellas viven en la mente. ¿Y de qué forma viven en la mente? Curiosa y extrañamente, de una forma muy similar a como viven los seres humanos: yendo de aquí para allá, enamorándose, y uniéndose. Cierto es que ellas están mucho menos atadas que nosotros por convenciones o ceremonias. Las palabras Reales se unen con las Plebeyas. Palabras inglesas desposan palabras francesas, alemanas, indias, negras (si a éstas les apetece). En efecto, cuanto menos indaguemos en el pasado de nuestra querida Madre (el inglés), mejor será para la reputación de esta dama. Pues ella se ha convertido en una criada errabunda[2].

De este modo, resulta más que inútil establecer cualquier tipo de leyes para tales vagabundas incorregibles. Un puñado de frívolas reglas de gramática y ortografía es toda la coerción que podemos ejercer sobre ellas. Todo lo que podemos decir sobre ellas, tan pronto nos asomamos sobre el borde de esa profunda, oscura y apenas intermitentemente iluminada caverna donde viven – la mente -, todo lo que podemos decir sobre ellas es que parece que les gusta que la gente piense antes de usarlas, que sienta antes de usarlas; pero que piense y sienta no sobre ellas, sino sobre algo diferente. Son sumamente sensitivas, fácilmente tímidas. No les agrada que su pureza o su impureza sea discutida. Si creas una Sociedad por el Inglés Puro, ellas mostrarán su resentimiento fundando otra por el Inglés Impuro (de aquí la violencia antinatural de gran parte del discurso moderno –este es una protesta contra los puritanos). Son sumamente democráticas; consideran que una palabra es tan buena como cualquier otra; las palabras maleducadas son tan buenas como las educadas, las palabras incultas son tan buenas como las cultas; no existen rangos o títulos en su sociedad. Ni les agrada ser sacadas de la punta de un lapicero para ser examinadas separadamente. Ellas penden juntas en oraciones y parágrafos; a veces por páginas enteras. Odian ser útiles; odian ganar dinero; odian ser el tema de conferencias públicas. En resumen, odian cualquier cosa que les estampe un significado o las confine a una actitud, pues es su naturaleza cambiar.

Quizá esta es su peculiaridad más sorprendente: su necesidad de cambio. Por causa de la Verdad es que ellas intentan atrapar sus facetas múltiples e intentan comunicarlas siendo polifacéticas; iluminando primero por aquí, luego por allá. Así, significan una cosa para una persona; otra cosa para otra. Son ininteligibles para una generación; llanas como un bastón para la siguiente. Y es por esta complejidad, por esta facultad para significar cosas diferentes para diferentes personas, que ellas sobreviven. Quizá, entonces, la única razón por la que no tenemos ningún gran poeta, novelista o crítico hoy en día es porque negamos a las palabras su libertad. Atamos las palabras a un significado, su significado útil: aquel que nos permite tomar el tren, aquel que nos hace pasar el examen…



[1] Referencia a un verso de Shakespeare: Macbeth. Acto II, Escena 2, 54 – 60:

Whence is that knocking?
H
ow is't with me, when every noise appalls me? What hands are here? Hah! They pluck out mine eyes.
Will all great Neptune's ocean wash this blood
Clean from my hand? No; this my hand will rather The multitudinous seas incarnadine,
Making the green one red.

{¿Quién llama?
¿Qué pasa conmigo que cualquier ruido me espanta?
!Qué manos son estas! !Ah, me arrancan los ojos!
¿Podría todo el océano de Neptuno
lavar esta sangre de mi mano? No, antes mi mano
enrojecería el mar innumerable,
y del verde haría un solo carmesí.}(Traducción de Armando Roa Vial. Shakespeare por escritores. Editorial Norma. 2001)

Según el Oxford English Dictionary (Second Edition, 1989), Shakespeare fue el primer autor inglés en registrar esta palabra.

[2] For she has gone a roving, a-roving fair maid.” Referencia una famosa saloma de los países del Reino Unido. http://en.wikisource.org/wiki/Maid_of_Amsterdam

4 comentarios:

Ángela Cuartas dijo...

A Palavra Mágica

Certa palavra dorme na sombra
de um livro raro
Como desencantá-la?
É a senha da vida
a senha do mundo.
Vou procurá-la.

Vou procurá-la a vida inteira
no mundo todo.
Se tarda o encontro, se não a encontro,
não desanimo,
procuro sempre.

Procuro sempre, e minha procura
ficará sendo
minha palavra.

Carlos Drummond de Andrade

Libélula libros dijo...

La frase: "Debajo ahí una traducción mía"
quedo chueca. Creo yo. O tal vez se trata de algún juego de traducciones que no comprendo.

Libélula libros dijo...

Una pregunta: ¿debe traducirse el nombre de Virginia Woolf por Virginia Woolf?

Claudia Tamayo G. dijo...

Leyendo esto recordé algo que no me ha vuelto a suceder: soñar en inglés. Dormir bajo el amparo de esas palabras y su sonido. Soñar en otro idioma, ojalá les ocurra.