Trabajo en donde puedo. He vivido en cinco países distintos en los últimos quince años y en cada país he tenido que mudarme más de una vez (nueve veces cuando viví en Barcelona sólo cinco años). Por culpa de tanto trasteo nunca he tenido un estudio silencioso y solemne en el que escribir por fin las obras maestras que mis lectores me piden a los gritos.
Así he escrito todo lo que he escrito. Sin un cuarto fijo, sin un horario y sin un ritual para escribir. Escribo, pero a veces ni siquiera eso hago. Antes del último libro estuve dos años mudo. Ahora llevo casi un año sin mover un dedo. Desde hace unos meses tengo por fin un apartamento amplio, soleado, con un cómodo estudio de escritor en el que podría producir más de una obra maestra diaria sin pestañear siquiera.
Pero precisamente ahora (que lo tengo todo) mis manos se niegan a escribir. Las noches se van una detrás de otra, todas muy ordenadas, mientras yo leo novelas policíacas tirado en una colchoneta o veo televisión gringa que bajo ilegalmente en mi computador portátil. En pocas horas del día en que no estoy durmiendo o en la calle, trabajo, también, todo hay que decirlo.
Desde hace cuatro meses vivo en Jaffa, Israel-Palestina. Aquí, como en Colombia, lo que pasa en la calle es infinitamente más divertido que cualquier cosa que pueda aparecer en el computador de un escritor. Es por eso que mi primoroso estudio está casi todo el día vacío. Siempre que regreso recuerdo que debería estar escribiendo y simultáneamente constato que en mi ausencia el desorden se multiplica sólo.
En mi estudio queda también mi closet, así es que cuando me pongo la piyama (lo que ocasionalmente sucede en las noches) contribuyo con una muda entera al veloz cambio geológico de una montaña de ropa sucia que podría desaparecer si un día me decidiera a lavarla, lo que no ocurre con la frecuencia que debería.
Últimamente leo mucho y casi solamente libros policíacos, así es que junto a mi montaña de ropa sucia asciende desafiando la gravedad una segunda montaña de libros baratos y a medio empezar. Cuando me descuido, que es casi siempre, una tercera montaña dialoga con las dos anteriores: el Everest de la comida y los platos sucios. Almuerzo sólo, siempre, en mi estudio de escritor. Almuerzo viendo televisión, leyendo en mi colchoneta. Sin escribir.
Rezo cada día para que cuando la musa de la escritura regrese para bombardearme con obras maestras (de mi autoría, espero) el presupuesto me siga alcanzando para pagar este primoroso estudio. Sé que entonces, motivado por tanta creatividad, me decidiré por fin a decorarlo. Pondré bibliotecas y las llenaré de libros imprescindibles. Pegaré en las paredes fotos de escritores vivos y de escritores muertos. Recogeré la ropa sucia. Comeré en la cocina. Y no volveré a leer, lo prometo, para evitar que el caos me devore de nuevo.
Antonio Ungar (1974) es un escritor colombiano. Su primer libro, Trece circos comunes (Norma, 1999) -reeditado en 2010 por Alfaguara: Trece circos y otros cuentos comunes- es la reunión de imagenes que van desde una sala llena de soldados malheridos hasta los recuerdos de la selva del Guainía. Sus cuentos han aparecido en numerosas antologías como la que hizo no hace mucho la editorial Eterna Cadencia: El futuro no es nuestro Nueva narrativa latinoamericana. Es autor de las novelas Zanahorias voladoras (Alfaguara), Las orejas del lobo (Ediciones B) y Tres ataúdes blancos. Esta última, publicada por Anagrama, ganó el Premio Herralde 2010. Agradecemos su colaboración y la de su vecino en Jaffa: si no fuera por la cámara digital que llevaba puesta tal vez este texto no estaría listo.