Por estos días leo la Ilíada. Leo sobre «la cólera del Pelida Aquiles», sobre los argivos «de broncíneas túnicas» y los troyanos «de buenas grebas», sobre Agamenón «soberano de hombres» y Menelao «valeroso en el grito de la guerra», sobre Ulises «émulo de Zeus en ingenio, saqueador de ciudades, fecundo en ardides», sobre el esforzado Diomedes, sobre «el divino Alejandro, esposo de Helena, de hermoso cabellos», sobre sus intrigas y sus debilidades, que son las intrigas y debilidades de los dioses y, descubro, también las de los que estamos al otro lado de la página, nosotros, los lectores.
Leo el Canto IV y me detengo en las palabras que, en el preámbulo de la sanguinaria batalla que está a punto de desatarse, Agamenón dirige al anciano Néstor, «experto en las lides desde antiguo». Agamenón dice: «¡Anciano! Ojalá que lo mismo que el ánimo en tu pecho te acompañaran las rodillas y tu fuerza persistiera firme. Mas te abruma la vejez, que a todos iguala» Insolentes palabras las de Agamenón, pienso: disimuladamente le recrimina su vejez. Y Néstor, diestro veterano en la palabra, le responde: «¡Atrida! También a mí mismo me gustaría mucho ser igual que cuando maté a Ereutalión, de la casta de Zeus. Pero los dioses no otorgan a los humanos todo a la vez: si entonces era mozo, ahora en cambio la vejez me acompaña. Mas incluso así estaré entre los cocheros y los exhortaré con consejos y advertencias, el privilegio de los ancianos». Pero los dioses no otorgan a los humanos todo a la vez, explica Néstor. Tan viejo como sabio, sabe que la juventud pasa y que con ella se van la fuerza para sacudir la lanza, la vehemencia para asestar la espada, la velocidad de los pies y de las mientes; sabe que el cuerpo se cansa, pero también el ánimo, es decir, el alma; que estas dos caen en un lento crepúsculo que «a todos iguala»; y que otras cosas llegan.
Pero no se lamenta, y nadie debería lamentarse, porque ¿qué es el crepúsculo, la tarde-noche, sino el momento donde nos recogemos sobre nosotros mismos, donde volvemos de nuestra jornada, donde descansamos por fin del mundanal ruido, de los afanes y el cansancio, de los otros? ¿No es ese el momento para detenernos, recostarnos un poco, tomar aliento, vegetar sobre lo divino y lo humano mientras se hace nada? El crepúsculo, decía Goethe, es el momento del día «donde todo lo cercano se aleja», y esa lejanía es la que permite, o debería decir mejor, es la que invita al pensamiento, a la reflexión, al tiempo para meditar sobre los «consejos y advertencias» de las que habla «el anciano conductor de carros» Néstor. Virginia Woolf anotaba en su Diario que «el pasado es hermoso, porque uno nunca comprende una emoción en su momento. Se expande más tarde, y por tanto no tenemos emociones completas respecto al presente, sólo respecto al pasado». La vejez es esa colina desde la que, tranquilos, podemos ver con toda la claridad, con toda la transparencia con que se ve un valle, hacia el pasado. Y ahora que lo pienso, ¿no es el búho, el animal de Atenea y de la filosofía, un animal de la noche, tradicionalmente representado cargado de años? La noche, el crepúsculo, la vejez. Leyendo la Ilíada sospecho que de una forma secreta estas tres cosas son una sola, un solo momento feliz, que no conozco, en el estamos aliviados de las enfermedades de la pasión, de la torpe e insegura juventud. (Y aquí quiero recomendar y recordar brevemente un libro que quiero mucho Toda pasión apagada, All pasion spent —el título es un verso de Milton—, una novela de la señora Victoria Sackville-West que habla precisamente sobre la vejez y las felicidades de la vejez.)
Termino esta idealización ingenua de los años con Stevenson:
«La añoranza que sentimos por nuestra infancia no está plenamente justificada: un hombre puede afirmarlo sin miedo al escarnio público, ya que, aunque el cambio nos haga menear la cabeza, somos conscientes de las múltiples ventajas de nuestro nuevo estado. Lo que perdemos de impulso generoso lo ganamos con creces con la costumbre de observar a los otros generosamente; y la capacidad de disfrutar a Shakespeare bien puede compensar una perdida aptitud para jugar a los soldaditos. (…) Y aunque no nos divirtamos menos, ciertamente obtenemos nuestro placer de forma diferente». Memoria para el olvido. Pág. 21.
3 comentarios:
"... esta idealización ingenua de los años..."
A confesión de parte, relevo de prueba.
Leo esta semana, por curiosidad, las primeras páginas del Diario de Robert Musil. Descubro que no le llama Diario, sino Nocturnario. ¿Por qué? Él mismo se encarga de responderme:
"¡Nocturnario! Amo la noche porque carece de enigmas; de día los nervios son sacudidos una y otra vez hasta la ceguera, pero es de noche cuando ciertos animales de presa nos echan las garras al cuello para estrangularnos, cuando la actividad de los nervios se recupera del embotamiento del día y se repliega hacia el interior, cuando alcanzamos una nueva percepción de nosotros mismos como si, de repente, nos encontráramos en una habitación oscura con una vela frente a un espejo que no ha recibido rayo de luz alguno durante días y que, absorbiéndolo ahora ávidamente, le devuelve a uno la imagen de su propio rostro".
Diarios. Robert Musil. Pág. 32.
Eso sobre la noche. Sobre la vejez Tournier aconseja:
"Envejecer. Dos manzanas en un estante para el invierno. Una se hincha y se pudre, la otra se reseca y se convierte en polvo. Elegid, si podéis, esta segunda vejez, dura y ligera".
El vagabundo inmóvil. Michel Tournier. Pág. 85.
Ya caigo en la cuenta: Christian quiere jugar a Fernando González quien, a los mismos veintiún años, publicó "Pensamientos de un viejo".
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