Un año antes de morir en 1880, Gustave Flaubert le escribió a Guy de Maupassant para que fuera a visitarlo durante dos días y una noche en su casa de Croisset. Lo necesitaba como acompañante para un trabajo difícil y penoso. No le quedaba más que aceptar la posteridad –la gloria- y cuidarse de ella, intentar, como fuera, desaparecer al autor y conservar la obra: “Quiero vivir en un país en que nadie me quiera, ni me conozca, donde mi nombre no haga vibrar cosa alguna, donde mi muerte, mi ausencia, no cuesten ni una lágrima”; Flaubert llamó a Maupassant para ayudarle a quemar todas sus “viejas cartas no clasificadas”, todas aquellas que no quería que el mundo conociera.
Las razones para llamar a Maupassant no eran únicamente indispensables para evitar hacer la purga solo: también eran logísticas: mover el baúl en el que estaban guardadas todas esas cartas era un trabajo de dos hombres. “Esta es mi vida” le dijo Flaubert a Maupassant apenas abrieron el baúl, “quiero conservar una parte y quemar la otra”. ¿Cuáles conserva? Las de George Sand, “qué buen hombre era esa mujer”, una que otra de su madre.
Encuentra un paquete y lo desenvuelve: es una zapatilla de seda y adentro de ésta una rosa marchita envuelta en un pañuelo. En las Cartas a Louise Colet:
“Ahí están, mientras te escribo, tus zapatillitas; las tengo ante los ojos y las miro. Acabo de guardar, a solas y bien encerrado, todo cuanto me regalaste”. (4 de agosto de 1846)
“acabo de bajar al jardín, y en un seto de rosales he cogido esta pequeña rosa que te envío”. (9 de agosto de 1846)
“Contemplo tus zapatillas, tu pañuelo, tus cabellos, tu retrato”. (6 de agosto de 1846)
Después cogió las “tres reliquias”, las besó, las tiró al fuego y se secó los ojos.
Quemar el contenido del baúl toma toda la noche, apenas al amanecer Flaubert agradece y le pide a su invitado que se vaya a acostar.
Esta anécdota aparece en el artículo que Maupassant publicó en L’Echo de Paris el 24 de noviembre de 1890, “Gustave Flaubert”, y es uno de los al menos diez textos que el autor de “El Horla” dedicó a Flaubert entre 1876 y 1890. El más conocido de éstos tal vez sea el publicado en la Revue bleue el 19 y 26 de enero de 1884, y que justo después aparece como prefacio a las Cartas de Gustave Flaubert a George Sand (1884), y posteriormente al comienzo del séptimo volumen de las Obras Completas (Quantin, 1885); el que contiene la novela póstuma Bouvard y Pécuchet, obra en la que Maupassant colaboró varias veces como investigador.
El siguiente es un pequeño fragmento de este artículo, la traducción es mía (la de las cartas, del señor Ignacio Malaxecheverría, Cartas a Louise Colet, Siruela, 2003):
La aparición de Madame Bovary ha sido una revolución en las letras.
El gran Balzac, incomprendido, había arrojado su genio en libros poderosos, densos, rebosantes de vida, de observaciones o, mejor dicho, de revelaciones sobre la humanidad. Él adivinaba, inventaba, creaba un mundo entero concebido en su inteligencia.
Poco artístico, en el sentido delicado del término, escribía con un lenguaje fuerte, colorido, un poco confuso y pesado.
Arrastrado por su inspiración, Balzac parece haber ignorado el tan difícil arte de conceder a las ideas el valor por las palabras, por la sonoridad y la contextura de la frase.
Hay en su obra excesos de coloso; y son pocas las páginas de este gran hombre las que pueden ser avisadas como obras maestras de la literatura, así como mencionamos a Rabelais, a La Bruyère, a Bossuet, a Montesquieu, a Chateaubriand, a Michelet, a Gautier…
Gustave Flaubert por el contrario, venido más por agudeza que por intuición, aportaba con un lenguaje admirable y novedoso, preciso, sobrio y sonoro, un estudio de la vida humana profundo, sorprendente, completo.
La novela no es más como la habían construido los grandes: la novela donde podíamos sentir siempre un poco la imaginación del autor, la novela que podía ser clasificada en el género trágico, en el sentimental, en el género romántico o en el familiar, la novela donde se mostraban las intenciones, las opiniones y las formas de pensar del escritor; la novela es ahora la vida misma. Hemos dicho que los personajes se levantan bajo los ojos al pasar de las páginas, que los paisajes se desarrollan con sus tristezas y sus dichas, sus aromas, su gracia, que también los objetos aparecen delante del lector a medida que son evocados por una potencia invisible, que se esconde no sabemos dónde.
(Editorial Periférica publicó los dos artículos, el de 1884 y el de 1890, en Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert, aquí el prólogo del traductor.)
2 comentarios:
Hoy, en la librería, leo:
"Walser quería ser un cero a la izquierda y nada deseaba tanto como ser olvidado. Era consciente de que todo escritor debe ser olvidado apenas ha cesado de escribir, porque esa página ya la ha perdido, se ha ido literalmente volando, ha entrado ya en un contexto de situaciones y de sentimientos diferentes, responde a preguntas que otros hombres le hacen y que su autor no podía ni siquiera imaginar."
Bartleby y compañía. Enrique Vila-Matas. Pág. 27.
Y Márai, adolorido por la muerte de su esposa Lola y su hermano Gábor, escribe:
"Hay gente que siente la necesidad de llamar la atención casi en un grado patológico, que quiere oír y ver su nombre a toda costa y donde sea. En mi caso, lo patológico son las ganas de desaparecer. No leer mi nombre, no dar noticia alguna, desvanecerme."
Diarios 1984 - 1989. Sándor Márai. Pág 142.
"Durante meses, durante años, disfrutó de un par de pequeñas zapatillas mías que le regalé; seguro que a estas alturas ya las habrá quemado". Louise Colet/Julian Barnes, El loro de Flaubert, p178.
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