Belloc.
Durante de las primeras décadas del siglo XX, Hilaire Belloc fue uno de los hombres más populares de Inglaterra; literalmente, el centro de atención de las masas. Chesterton dice en su Autobiografía que “antes de leer lo que Belloc escribía, los críticos empezaban a criticar lo que probablemente escribiría”. Junto con H.G. Wells, G.B. Shaw y G.K. Chesterton participó en las discusiones más polémicas de su época. Borges, en una de las biografías sintéticas que elaboró para la revista El Hogar, resume las numerosas opiniones que sobre “el viejo trueno” se tenía: “Se dice que es un francés, un inglés, un universitario de Oxford, un historiador, un soldado, un economista, un poeta, un antisemita, un filosemita, un hombre de campo, un farsante, un aventajado alumno de Chesterton, un maestro de Chesterton” (Textos Cautivos, 1986).
El periodismo –profesión apenas naciente– fue el medio que eligió para expresar sus agudas y eruditas opiniones. Junto con Cecil y Gilbert K. Chesterton fundó The Eye-Witness, del que fue primer editor. Con ambos hermanos, colaboró en varias ocasiones; con el último, entablo una memorable amistad. Chesterton le dedica páginas enteras de su Autobiografía. Shaw, amistoso rival de ambos, apodó a esta pareja de amigos el Chesterbelloc, “monstruo cuadrúpedo y vanidoso que suele causa muchas desgracias”.
Actualmente la vasta obra[1] de Hilaire Belloc es poco editada. Le ha perjudicado, como a Chesterton –creo yo– haber sido un inteligente defensor del cristianismo. Afortunadamente, hace poco una editorial madrileña, Ciudadela, en su colección “El Buey Mudo”, ha publicado algunas obras de sus obras: El Estado servil, Napoleón y Europa y la fe. Esos libros son la oportunidad para volver a leer a este autor un poco olvidado. En internet también están muchas de sus obras, digitalizadas, tanto en inglés como en español. El fragmento que se encuentra más abajo, lo extraje de aquí; fue publicado originalmente en 1908, y hace parte del libro On nothing & kindred subjects. Hilaire Belloc es un excelente autor por redescubrir; espero que el breve ensayo que aquí traduzco despierte de alguna forma la curiosidad por este gran escritor.
Sobre la enfermedad de mi musa.
Por Hilaire Belloc.
El otro día noté que mi Musa, que había estado por mucho tiempo indispuesta, silenciosa y huraña, mostró signos de verdadera enfermedad.
Aunque entre mis hábitos no se haya el consentir perros, gatos u otros similares, mi Musa mostraba una apariencia tan penosa que decidí llamar un médico; no sin antes enviarla a la cama con una botella caliente, una cena ligera, y con otras tantas comodidades que las Musas suelen valorar. Todo lo que pudo hacerse por la pobre pequeña se hizo escrupulosamente; un agradable fuego se encendió en su cuarto, y un buen número de periódicos de los que gustaba de leer en sus ratos de ocio fueron comprados en una tienda cercana. Una vez bebió su vino y leyó por completo el Daily Telegraph, el Morning Post, el Standard, el Daily Mail, el Daily Express, el Times, el Daily News, e incluso el Advertiser, me complació verla sumergirse en un profundo sueño.
Confesaré que los celos que fácilmente se avivan entre los sirvientes cuando alguno de ellos es tratado con especial cortesía, me inquietaron un tanto. Me vi en apuros al explicar a la servidumbre no solo la grave indisposición que la Musa sufría, sino también la obligación que tenía para con ella por cuenta de sus virtudes, a saber: su largo y fervoroso servicio, su voluntariedad, y el exceso de trabajo que había ejecutado recientemente. Sus consiervos, para mi sorpresa y placer, participaron de inmediato del espíritu de mi apología: la criada de la despensa ofreció asistirla toda la noche, o al menos hasta que la enfermera llegara; el ayuda de cámara, con una disposición –debo confesar– verdaderamente sorprendente para una persona de su orgullo, se ofreció a ir él mismo por paja a un establo vecino.
Posteriormente descubrí que la causa del afecto que la Musa había despertado en todos los habitantes de la casa descansaba en su amable y desinteresado temperamento. En dos ocasiones, inspiró en el marmitón versos que más tarde aparecieron en el Spectator, y con regularidad semanal prestó su ayuda al cocinero en la redacción de esas técnicas reseñas con las que –según parecía– aquel empleado pudo incrementar su generosa paga.
Seis horas completas había dormido la Musa para el momento en que llegó el doctor –un especialista en la materia hasta ahora consultado (me enorgullece decirlo) por hombres eminentes tales como Mr. Hichens, Mr. Churchill y Mr. Roosevelt, cuando sus Musas se han sentido ligeramente indispuestas. De hecho, se trata de aquel médico que operó de afasia la Musa del fallecido Mr. Rossetti, justo antes de su deceso. Altos son sus honorarios, pero estaba dispuesto a pagar; y ciertamente nunca habría aceptado –como sí lo han hecho, lamento decirlo, muchos de mis vergonzosos contemporáneos– contratar a un veterinario para semejante ocasión.
El especialista, con aire resuelto, se acercó al sofá donde la paciente yacía; la despertó según la vieja fórmula y procedió a preguntarle por sus síntomas. Pronto descubrió su agudeza, y pude ver por su actitud que se encontraba en extremo ansioso. La Musa había empeorado de tal forma que era incapaz de dictar, incluso, un pequeño verso blanco, y el malestar había afectado su mente hasta el punto de perder toda memoria del Parnaso –delirantemente sostenía que había nacido en los home counties[2]; en Uxbridge, para ser precisos. Cada una de sus frases era un deplorable lugar común, y cuando el doctor posó su estetoscopio y le rogó intentara algún verso, lo mejor que pudo ofrecernos fue un soneto sobre la expasión del imperio. Tal era su debilidad que a lo sumo podía permanecer despierta, y eso que flojamente, mientras se declaraba a sí misma totalmente incapaz de surgir, expandir, elevar, atormentar o realizar cualquier otra actividad propia de su labor.
Una vez concluyó el examen, el doctor me apartó para preguntarme de qué escritos se había alimentado la paciente recientemente. Le enumeré entonces sus lecturas: la prensa diaria, algunas reseñas, telegramas venidos del puesto de guerra más lejano, y, ocasionalmente, debates parlamentarios. En esas, meneó su cabeza y me preguntó si, últimamente, no se había exigido mucho de ella. Admití que había realizado, en el último año, una cantidad considerable de trabajo para una Musa de su edad, si bien la calidad era dudosa y yo –me apresuré a agregar– era el último a quien culpar pues, sin mi permiso, había desperdiciado no pocos de sus poderes en otros, especialmente en el marmitón y el cocinero.
El doctor tuvo entonces la gentileza de escribir una fórmula en latín y agregar esas recomendaciones generales que comúnmente son de mayor valor que la medicina. Debía guardar cama; cualquier tipo de literatura moderna estaba prohibida, a menos que Swift y Milton puedan ser admitidos como modernos, e incluso estos autores y sus predecesores debían ser admitidos en cantidades moderadas. Si aparecía algún signo de hipérbaton, arcaísmo o neologismo, éste debía ser estimulado de inmediato; pero de estos –agregó– había poco peligro. No dudaba que en unas pocas semanas la tendríamos en pie de nuevo, mas me advirtió que no le permitiera trabajar demasiado pronto.
“No le permitiré”, dijo, “emprender ningún esfuerzo hasta tanto pueda inspirar, en un día de doce horas, por lo menos 18 cuartetos lúcidos, gramaticales y conmovedores. En cuanto a versos sueltos, citas, frases sutiles, entre otras, no son signo de mejoría, sino más bien lo contrario”.
También, me rogó prohibirle cualquier lectura en griego o latín, mas logré tranquilizarle diciéndole que la Musa desconocía totalmente dichas lenguas –ante lo cual expresó cierto placer y no menor asombro.
Por último, me informó que estaba obligado a irse; la temporada era difícil y jamás había contemplado un colapso tan generalizado entre las Musas de sus clientes.
Juzgué cortés acompañarlo hasta la puerta y preguntar por sus más distinguidos pacientes. Le complacía informarme que la musa del Arzobispo de Armagh estaba bastante vigorosa a pesar de la edad de su ilustrísimo maestro; jamás había conocido a una dama de mayor coraje e inventiva. Pero cuando pregunté, mientras le tendía la mano hasta su coche, sobre la Musa de Mr. Kipling, su cara tomó un aire grave de inmediato; luego me indagó, “¿No se ha enterado?”
“No,” dije; pero tenía un fatal presentimiento sobre la siguiente frase y, en efecto, estaba casi preparado para recibirla cuando respondió con tono solemne:
“Ha muerto”.
[1] Borges anota con humor: “Una leyenda –corroborada por los censos de los catálogos y por la propia confesión de Belloc– refiere que escribió más de cien libros.
[2] Expresión que se refiere a los condados que rodean Londres.
2 comentarios:
Requiescat in pacem
O, como dicen ahora las presentadoras de farándula:
Paz en su tumba
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