Durante la última parte del siglo XIX, escapando de la intolerancia y la violencia otomanas, un numeroso grupo de armenios se instaló en la costa oeste de los Estados Unidos. Armenia es un pequeño país ubicado entre Europa y Asia, sin salida al mar. Fresno, California, un lugar árido y seco no lejos de la costa pacífica. Allí nació en 1908 William Saroyan, hijo de inmigrantes, todo un ciudadano del nuevo mundo. Sus varias expulsiones lo alejaron definitivamente de las escuelas y desde muy joven comenzó a trabajar en viñedos, oficinas familiares, como mecanógrafo, mensajero... en fin, tenía un deseo ciego por volverse escritor. En El secreto de Joe Gould, cuenta Joseph Mitchell que Saroyan consiguió a diez centavos en una librería de viejo un ejemplar de la revista Dial («En el Dial se publicó La tierra baldía. También Los hombres huecos. Para ella reseñó T.S Eliot el Ulises. [...] Para el Dial escribía Joseph Conrad, y también Joyce, Yeats y Proust, y también Cummings [...]» El secreto de Joe Gould, p 83), y allí leyó un artículo del vagabundo de Norwood e imposible autor de la grandiosa Historia oral de nuestro tiempo. Leyendo a Gould, el joven de veinte años se dio cuenta "cuando se va por el mal camino", ese artículo "Me libró de la preocupación por la forma". Por esos años Saroyan deja de escribir en el impopular armenio y decide convertir en un cuento inglés su esbozo de novela armenia: esa historia se llamó El joven audaz sobre el trapecio volante, y fue con ella -le pagaron 15 dólares en 1934- que se dio a conocer y por la que comenzó a cobrar por la publicación de sus cuentos en varias revistas norteamericanas.
Saroyan, 1940
Su confianza lo condujo naturalmente a la insolencia: además de cobrar cifras escandalosas por sus relatos (un pago de 200, lo subía a 500 dólares sin problema) se burló de Muerte en la tarde de Hemingway: "un pedazo de prosa bastante sólido, ... Aun cuando Hemingway sea un bobo, al menos es un bobo correcto, y eso es mucho pedir". La respuesta de Hemingway, cómo no, de ninguna otra forma: "Escuche, señor Saroyan, es posible que yo esté un poco borracho pero así está bien. Usted es inteligente, cómo no. Pero no tanto. Su única gracia es ser armenio, y a esos los hemos visto ir y venir. Incluidos algunos buenos. Mejores que usted, señor Saroyan. Los hemos visto recorrer grandes caminos, y hemos visto cómo no regresan y nadie pregunta adónde fueron. Olvidan rápido, señor Saroyan. ¿He sido claro? O le gustaría que le voltee la cara".
Saroyan escribió para Hollywood y Broadway; como Fitzgerald, perdió miles de dólares en apuestas y en alcohol, como Fitzgerald, muchas de sus historias eran escritas solo para pagar deudas.
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Editorial Acantilado ha ido publicando a Saroyan. Publicó entre otros Me llamo Aram, un libro de cuentos aparecido en 1940, que cuenta la infancia de un niño armenio en Fresno, California.
Los personajes, tiene razón Hemingway, son curiosos por ser inmigrantes armenios, pero no por esto dejan de ser divertidos, como una de las tías de Aram que no entiende por qué después de tantos años nadie de sus vecinos ha tenido la delicadeza de aprender armenio. O el obstinado tío que confía en la riqueza sembrando miles de granados y luego vendiendo su fruta, sin tener en cuenta que en las tierras de California solo crecen cactus y maleza desértica. O el tío que se hizo amigo de un árabe, y que cuando Aram los veía reunidos nunca hablaban, y que sólo al final el niño entendió que no siempre las palabras dicen lo que pueden decir, y eran simplemente dos inmigrantes con todo y nada en común. «Dijo mi tío: -El árabe ha muerto. Murió huérfano en un mundo extranjero, a diez mil kilómetros de su tierra. Quería volver a ver a sus hijos. Quería volver a hablar con ellos. Quería olerlos. Quería oír cómo respiraban. No tenía dinero. No paraba de pensar en ellos. Ahora está muerto. Ahora vete. Te quiero».
Saroyan murió en 1981. De su vida quedan cosas por decir; falta leerlo. Bruno H. Piché, en un artículo publicado en Letras Libres, cuenta que sus últimas palabras fueron: “Este es el momento más hermoso de mi vida... y de mi muerte”; Albert Angelo recoge en El libro de los finales al menos las dictadas: “Todo el mundo tiene que morir, pero siempre creí que en mi caso se haría una excepción. ¿Y ahora, qué?”. Sus cenizas fueron enterradas, la mitad en Fresno, la otra en Armenia, fue así su deseo.
2 comentarios:
Me gustó.
Álvaro Cepeda Samudio en "Todos estábamos a la espera" menciona varias veces a Saroyan. Comienza con este fragmento:
«... to be among the lost, to know how it feels to be out of things, to have no present, no future, to belong nowhere, to be suspended between day and night, waiting.»
Saroyan (Among the Lost)
Y un cuento, recomendado: "Un cuento para Saroyan".
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