16/2/11
En vitrina
8/2/11
Un pasaje de la Ilíada
Por estos días leo la Ilíada. Leo sobre «la cólera del Pelida Aquiles», sobre los argivos «de broncíneas túnicas» y los troyanos «de buenas grebas», sobre Agamenón «soberano de hombres» y Menelao «valeroso en el grito de la guerra», sobre Ulises «émulo de Zeus en ingenio, saqueador de ciudades, fecundo en ardides», sobre el esforzado Diomedes, sobre «el divino Alejandro, esposo de Helena, de hermoso cabellos», sobre sus intrigas y sus debilidades, que son las intrigas y debilidades de los dioses y, descubro, también las de los que estamos al otro lado de la página, nosotros, los lectores.
Leo el Canto IV y me detengo en las palabras que, en el preámbulo de la sanguinaria batalla que está a punto de desatarse, Agamenón dirige al anciano Néstor, «experto en las lides desde antiguo». Agamenón dice: «¡Anciano! Ojalá que lo mismo que el ánimo en tu pecho te acompañaran las rodillas y tu fuerza persistiera firme. Mas te abruma la vejez, que a todos iguala» Insolentes palabras las de Agamenón, pienso: disimuladamente le recrimina su vejez. Y Néstor, diestro veterano en la palabra, le responde: «¡Atrida! También a mí mismo me gustaría mucho ser igual que cuando maté a Ereutalión, de la casta de Zeus. Pero los dioses no otorgan a los humanos todo a la vez: si entonces era mozo, ahora en cambio la vejez me acompaña. Mas incluso así estaré entre los cocheros y los exhortaré con consejos y advertencias, el privilegio de los ancianos». Pero los dioses no otorgan a los humanos todo a la vez, explica Néstor. Tan viejo como sabio, sabe que la juventud pasa y que con ella se van la fuerza para sacudir la lanza, la vehemencia para asestar la espada, la velocidad de los pies y de las mientes; sabe que el cuerpo se cansa, pero también el ánimo, es decir, el alma; que estas dos caen en un lento crepúsculo que «a todos iguala»; y que otras cosas llegan.
Pero no se lamenta, y nadie debería lamentarse, porque ¿qué es el crepúsculo, la tarde-noche, sino el momento donde nos recogemos sobre nosotros mismos, donde volvemos de nuestra jornada, donde descansamos por fin del mundanal ruido, de los afanes y el cansancio, de los otros? ¿No es ese el momento para detenernos, recostarnos un poco, tomar aliento, vegetar sobre lo divino y lo humano mientras se hace nada? El crepúsculo, decía Goethe, es el momento del día «donde todo lo cercano se aleja», y esa lejanía es la que permite, o debería decir mejor, es la que invita al pensamiento, a la reflexión, al tiempo para meditar sobre los «consejos y advertencias» de las que habla «el anciano conductor de carros» Néstor. Virginia Woolf anotaba en su Diario que «el pasado es hermoso, porque uno nunca comprende una emoción en su momento. Se expande más tarde, y por tanto no tenemos emociones completas respecto al presente, sólo respecto al pasado». La vejez es esa colina desde la que, tranquilos, podemos ver con toda la claridad, con toda la transparencia con que se ve un valle, hacia el pasado. Y ahora que lo pienso, ¿no es el búho, el animal de Atenea y de la filosofía, un animal de la noche, tradicionalmente representado cargado de años? La noche, el crepúsculo, la vejez. Leyendo la Ilíada sospecho que de una forma secreta estas tres cosas son una sola, un solo momento feliz, que no conozco, en el estamos aliviados de las enfermedades de la pasión, de la torpe e insegura juventud. (Y aquí quiero recomendar y recordar brevemente un libro que quiero mucho Toda pasión apagada, All pasion spent —el título es un verso de Milton—, una novela de la señora Victoria Sackville-West que habla precisamente sobre la vejez y las felicidades de la vejez.)
Termino esta idealización ingenua de los años con Stevenson:
«La añoranza que sentimos por nuestra infancia no está plenamente justificada: un hombre puede afirmarlo sin miedo al escarnio público, ya que, aunque el cambio nos haga menear la cabeza, somos conscientes de las múltiples ventajas de nuestro nuevo estado. Lo que perdemos de impulso generoso lo ganamos con creces con la costumbre de observar a los otros generosamente; y la capacidad de disfrutar a Shakespeare bien puede compensar una perdida aptitud para jugar a los soldaditos. (…) Y aunque no nos divirtamos menos, ciertamente obtenemos nuestro placer de forma diferente». Memoria para el olvido. Pág. 21.