17/9/10
En vitrina:
14/9/10
Tournier celebra
Cuando yo era niño, ningún personaje de la Historia sagrada me parecía tan digno de compasión como Noé, a causa del Diluvio que le mantiene encerrado en el arca durante cuarenta días. Más tarde estuve enfermo a menudo, y también tuve que permanecer durante largos días en el “arca”. Entonces comprendí que jamás pudo Noé ver mejor el mundo que desde el arca, a pesar de que estuviese cerrada y que la tierra estuviese oscura.
Después de leer esto Tournier resuelve la pregunta “¿Qué hacía Noé en medio de aquel zoológico, sin duda tan amodorrado como él?”: “La respuesta está clara. En la oscuridad tambaleante del arca, con una lechuza posada sobre su hombro y con el escritorio apoyado en la giba de un dromedario, Noé escribía En busca del tiempo perdido”.
Este tipo de cosas es Tournier; escribir celebraciones así. Por eso Michel Tournier está en esta frase de Flaubert que él mismo anota en El vagabundo inmóvil: “Seca tus pobres ojos y resérvalos no para llorar, sino para ver. Pues todo está ahí: ver. Todo está ahí para comprenderlo, y por encima de todo se trata de comprender. Si vieses mejor, sufrirías menos y trabajarías más”.
12/9/10
Cuartos de escritores: Eduardo Berti
6/9/10
Un ensayo de Robert Louis Stevenson.
Nada menos encantador para el hombre que la revelación de los mecanismos de cualquier arte. Nuestras artes yacen totalmente en la superficie; es allí donde percibimos su belleza, aptitud y significado; husmeando debajo nos arriesgamos a ser horrorizados por el vacío y aturdidos por la vulgaridad de cuerdas y poleas. De manera similar, la psicología, cuando se le exige alguna delicadeza, termina por descubrir una detestable necedad; pero ello depende más del error en nuestro análisis que de cualquier pobreza innata en nuestra mente. En estética, acaso, la razón es la misma: aquellas revelaciones que parecen fatales a la dignidad del arte, parecen tales, quizá, sólo en proporción directa a nuestra ignorancia; y aquellos artificios, conscientes o inconscientes, que parecen indignos de ser empleados por el artista serio, eran ya, si tuviéramos el poder de rastrearlos hasta sus orígenes, señales de una delicadez del sentido más fina que la que podemos concebir y rastros de antiguas armonías de la naturaleza. La ignorancia al menos es hondamente irremediable. Nunca aprenderemos las afinidades de la belleza pues ellas descansan demasiado hondo en la naturaleza y demasiado atrás en la misteriosa historia del hombre. El aficionado, en consecuencia, siempre recibirá rencorosamente detalles del método, que si bien puede ser enunciado nunca puede ser completamente explicado; aún así, según el principio formulado en Huidibras[1],
“Cuanto menos entienden,
Más admiran el juego de manos”[2]
muchos son conscientes, con cada nueva revelación, de una disminución en el ardor de su placer. Debo advertir, por tanto, a ese bien conocido temperamento, el lector común, que estoy aquí embarcado en la más insípida empresa: descolgando la pintura para observarla por detrás; y, como el niño curioso, desarmando, pieza a pieza, el carrito musical.
1. La Elección de las Palabras. El arte de la literatura sobresale de entre las demás artes porque el material con el que el artista literario trabaja es el dialecto de la vida; de ahí, por un lado, una extraña inmediatez y frescura para dirigirse hacia el genio popular, el cual está preparado para entenderlo; pero, de ahí, por otro, una singular limitación. Las demás artes disfrutan del uso de un material dúctil y maleable –como la arcilla del escultor–; sólo la literatura está condenada a trabajar con un mosaico de finitas y bastante rígidas palabras. Habrán visto ustedes aquellos bloques de juguete de las guarderías: este, una columna; aquel, un frontón; un tercero, una ventana o un jarrón. Con bloques de tan arbitraria dimensión y figura es con los que el arquitecto literario está condenado a diseñar el palacio de su arte. Y esto no es todo; porque desde que estos bloques, o palabras, son la divisa aceptada en nuestras ocupaciones diarias, no hay aquí posibilidad alguna para esas supresiones por las que otras artes obtienen alivio, continuidad y vigor: ningún toque jeroglífico, ningún dócil impasto, ninguna sombra inescrutable, como en pintura; ninguna pared virgen, como en arquitectura; cada palabra, frase, sentencia y parágrafo debe avanzar en un progresión lógica y comunicar un significado comprensible y definido.
Ahora, el primer mérito que llama la atención en las páginas de un buen escritor, o en la charla de un conversador brillante, es la apropiada elección y contraste de las palabras empleadas. Es, realmente, un extraño arte asir estos bloques, rudamente concebidos para los propósitos de la taberna o el mercado, y por el toque de la laboriosidad depurarlos hasta sus más finos matices y significados; restaurarles su energía primigenia; dirigirlos con agudeza hacia otro asunto o hacer de ellos un tambor que despierte las pasiones. Pero aunque esta forma del mérito es, sin duda, la más sensible y seductora, está lejos de estar presente, igualmente, en todos los escritores. El efecto de las palabras de Shakespeare, su singular justicia, importancia, encanto poético, es diferente, sin duda, del efecto de las palabras de Addison o Fielding. O, por poner un ejemplo más cercano, las palabras de Carlyle parecen electrizadas por la energía de un semblante similar al de hombres furiosamente conmovidos; mientras que en Macaulay parecen suficientemente aptas para anunciar su significado, suficientemente armoniosas en su tono, y a pesar de todo se resbalan de la memoria, como elementos indistinguibles en un efecto general. Pero los escritores de primera no poseen el monopolio del mérito literario. En cierto sentido, Addison es superior a Carlyle; en otro, Cicerón es mejor que Tácito, y Voltaire excede a Montaigne: este hecho ciertamente no descansa en la elección de las palabras; ni reposa en el provecho o valor del tema; tampoco yace en la fuerza intelectual, poética o humorística. Los tres primeros son simples infantes para los tres últimos; y, aún así, cada uno, en una parte singular del arte literario, excede a su superior en el todo. ¿Cuál es esa parte?
2. La Trama. La literatura, aunque sobresale en razón del uso frecuente y gran destino de sus medios en las ocupaciones de los hombres, es, con todo, un arte como las otras artes. De estas, debemos distinguir dos grandes clases: aquellas artes, como la escultura, la pintura, la actuación, que son representativas, o, como se solía decir muy torpemente, imitativas; y aquellas como la arquitectura, la música, y la danza, que son autosuficientes y meramente presentativas. Cada clase, gracias a esta distinción, obedece a principios diferentes; con todo, ambas pueden alegar un terreno de existencia común y puede decirse, con suficiente justicia, que la causa y fin de cualquier arte es crear un patrón. Un patrón de colores, de sonidos, de posturas cambiantes, de figuras geométricas o de mímicas líneas; siempre un patrón. Es ese el plano en el cual las hermanas confluyen: por esto son artes; y si estuviera bien, ellas deberían, de cuando en cuando, olvidar su pueril origen, dirigiendo su inteligencia hacia viriles tareas y llevando a cabo inconscientemente esa función necesaria de su propia vida: crear un patrón, pues es un imperativo que éste sea creado.
La música y la literatura, las dos artes temporales, derivan su patrón de sonidos en el tiempo; o, en otras palabras, de sonidos y de pausas. La comunicación es posible a través de palabras rotas; las ocupaciones de la vida pueden ser llevadas a cabo con sustantivos solamente; pero no llamamos a eso literatura; la verdadera ocupación del artista literario es trenzar o tejer el significado de las palabras, envolviéndolo alrededor de sí; de modo que cada oración, por medio de frases sucesivas se convierta en una suerte de nudo, y luego, tras un momento de suspenso, se desate y resuelva a sí misma. En cada oración propiamente construida debe estar presente este escollo o nudo; pues así (aunque delicadamente) somos llevados a prever, a esperar y luego a acoger las frases sucesivas. El placer puede ser elevado por un elemento de sorpresa como, muy crasamente, sucede con la común figura de la antítesis, o con mucha más sutileza, cuando una antítesis es primero sugerida y, después, diestramente abandonada. Cada oración, además, debe ser hermosa en sí misma; y entre la implicación y la evolución de la oración debe haber un satisfactorio balance de sonido; pues nada, con mayor frecuencia, decepciona el oído que una oración sonora y solemnemente preparada pero débil y precipitadamente terminada. Tampoco el balance debe ser demasiado sugestivo y exacto, ya que la norma número uno consiste en ser infinitamente variado: interesar, decepcionar, sorprender y también complacer; nunca dar la misma puntada y, al mismo tiempo, ser ingeniosamente pulcro.
Un prestidigitador hace malabares con dos naranjas. El placer que nos produce contemplarlo nace de esto: ninguna es, ni por un instante, olvidada o pasada por alto. Del mismo modo sucede con el escritor. Su patrón, cual es complacer el oído suprasensible, está dirigido, más allá y primero que todo, a las demandas de la lógica. Cuales sean las imprecisiones, como quiera que el argumento sea intrincado, la pulcritud del tejido no puede sufrir; si así fuera, el artista se mostraría injusto con su diseño. Ninguna palabra debe ser seleccionada, ningún nudo debe ser atado entre las oraciones, a menos que nudo y palabra sean lo que precisamente se requiere para desarrollar e iluminar el argumento; fallar en esto es estafar en el juego. El genio de la prosa rechaza el cheville no menos enfáticamente que las leyes del verso; y el cheville, debo tal vez explicar a algunos de mis lectores, es cualquier frase insensata o aguada empleada para lograr un equilibrio fonético. Patrón y argumento viven uno en el otro; y es por la brevedad, claridad, encanto o acento del segundo que juzgamos la fuerza y aptitud del primero.
1/9/10
En vitrina:
Davide Cali + Philip Giordano: La isla del pequeño monstruo negro-negro. Adriana Hidalgo.