25/6/10

En Vitrina:






Enrique Vila-Matas: Dublinesca. Seix Barral.

Alexandr S. Pushkin: Narraciones completas. Debolsillo.

Italo Svevo: Fábulas. Gadir.


21/6/10

Saroyan: Me llamo Aram

Durante la última parte del siglo XIX, escapando de la intolerancia y la violencia otomanas, un numeroso grupo de armenios se instaló en la costa oeste de los Estados Unidos. Armenia es un pequeño país ubicado entre Europa y Asia, sin salida al mar. Fresno, California, un lugar árido y seco no lejos de la costa pacífica. Allí nació en 1908 William Saroyan, hijo de inmigrantes, todo un ciudadano del nuevo mundo. Sus varias expulsiones lo alejaron definitivamente de las escuelas y desde muy joven comenzó a trabajar en viñedos, oficinas familiares, como mecanógrafo, mensajero... en fin, tenía un deseo ciego por volverse escritor. En El secreto de Joe Gould, cuenta Joseph Mitchell que Saroyan consiguió a diez centavos en una librería de viejo un ejemplar de la revista Dial («En el Dial se publicó La tierra baldía. También Los hombres huecos. Para ella reseñó T.S Eliot el Ulises. [...] Para el Dial escribía Joseph Conrad, y también Joyce, Yeats y Proust, y también Cummings [...]» El secreto de Joe Gould, p 83), y allí leyó un artículo del vagabundo de Norwood e imposible autor de la grandiosa Historia oral de nuestro tiempo. Leyendo a Gould, el joven de veinte años se dio cuenta "cuando se va por el mal camino", ese artículo "Me libró de la preocupación por la forma". Por esos años Saroyan deja de escribir en el impopular armenio y decide convertir en un cuento inglés su esbozo de novela armenia: esa historia se llamó El joven audaz sobre el trapecio volante, y fue con ella -le pagaron 15 dólares en 1934- que se dio a conocer y por la que comenzó a cobrar por la publicación de sus cuentos en varias revistas norteamericanas.

Saroyan, 1940

Su confianza lo condujo naturalmente a la insolencia: además de cobrar cifras escandalosas por sus relatos (un pago de 200, lo subía a 500 dólares sin problema) se burló de Muerte en la tarde de Hemingway: "un pedazo de prosa bastante sólido, ... Aun cuando Hemingway sea un bobo, al menos es un bobo correcto, y eso es mucho pedir". La respuesta de Hemingway, cómo no, de ninguna otra forma: "Escuche, señor Saroyan, es posible que yo esté un poco borracho pero así está bien. Usted es inteligente, cómo no. Pero no tanto. Su única gracia es ser armenio, y a esos los hemos visto ir y venir. Incluidos algunos buenos. Mejores que usted, señor Saroyan. Los hemos visto recorrer grandes caminos, y hemos visto cómo no regresan y nadie pregunta adónde fueron. Olvidan rápido, señor Saroyan. ¿He sido claro? O le gustaría que le voltee la cara".

Saroyan escribió para Hollywood y Broadway; como Fitzgerald, perdió miles de dólares en apuestas y en alcohol, como Fitzgerald, muchas de sus historias eran escritas solo para pagar deudas.

...
Editorial Acantilado ha ido publicando a Saroyan. Publicó entre otros Me llamo Aram, un libro de cuentos aparecido en 1940, que cuenta la infancia de un niño armenio en Fresno, California.

Los personajes, tiene razón Hemingway, son curiosos por ser inmigrantes armenios, pero no por esto dejan de ser divertidos, como una de las tías de Aram que no entiende por qué después de tantos años nadie de sus vecinos ha tenido la delicadeza de aprender armenio. O el obstinado tío que confía en la riqueza sembrando miles de granados y luego vendiendo su fruta, sin tener en cuenta que en las tierras de California solo crecen cactus y maleza desértica. O el tío que se hizo amigo de un árabe, y que cuando Aram los veía reunidos nunca hablaban, y que sólo al final el niño entendió que no siempre las palabras dicen lo que pueden decir, y eran simplemente dos inmigrantes con todo y nada en común. «Dijo mi tío: -El árabe ha muerto. Murió huérfano en un mundo extranjero, a diez mil kilómetros de su tierra. Quería volver a ver a sus hijos. Quería volver a hablar con ellos. Quería olerlos. Quería oír cómo respiraban. No tenía dinero. No paraba de pensar en ellos. Ahora está muerto. Ahora vete. Te quiero».


Saroyan murió en 1981. De su vida quedan cosas por decir; falta leerlo. Bruno H. Piché, en un artículo publicado en Letras Libres, cuenta que sus últimas palabras fueron: “Este es el momento más hermoso de mi vida... y de mi muerte”; Albert Angelo recoge en El libro de los finales al menos las dictadas: “Todo el mundo tiene que morir, pero siempre creí que en mi caso se haría una excepción. ¿Y ahora, qué?”. Sus cenizas fueron enterradas, la mitad en Fresno, la otra en Armenia, fue así su deseo.

17/6/10

En vitrina:




Umberto Eco & Jean Claude Carriere: Nadie acabará con los libros. Lumen.

Alberto Manguel: El legado de Homero. Debate.

Cesare Pavese & Bianca Garufi: Camino de sangre. Lumen.


13/6/10

Sobre la enfermedad de mi Musa.

Belloc.

© National Portrait Gallery, Londo. H. Belloc junto a G.K. Chesterton y Maurice Baring.

Durante de las primeras décadas del siglo XX, Hilaire Belloc fue uno de los hombres más populares de Inglaterra; literalmente, el centro de atención de las masas. Chesterton dice en su Autobiografía que “antes de leer lo que Belloc escribía, los críticos empezaban a criticar lo que probablemente escribiría”. Junto con H.G. Wells, G.B. Shaw y G.K. Chesterton participó en las discusiones más polémicas de su época. Borges, en una de las biografías sintéticas que elaboró para la revista El Hogar, resume las numerosas opiniones que sobre “el viejo trueno” se tenía: “Se dice que es un francés, un inglés, un universitario de Oxford, un historiador, un soldado, un economista, un poeta, un antisemita, un filosemita, un hombre de campo, un farsante, un aventajado alumno de Chesterton, un maestro de Chesterton” (Textos Cautivos, 1986).

El periodismo –profesión apenas naciente– fue el medio que eligió para expresar sus agudas y eruditas opiniones. Junto con Cecil y Gilbert K. Chesterton fundó The Eye-Witness, del que fue primer editor. Con ambos hermanos, colaboró en varias ocasiones; con el último, entablo una memorable amistad. Chesterton le dedica páginas enteras de su Autobiografía. Shaw, amistoso rival de ambos, apodó a esta pareja de amigos el Chesterbelloc, “monstruo cuadrúpedo y vanidoso que suele causa muchas desgracias”.

Actualmente la vasta obra[1] de Hilaire Belloc es poco editada. Le ha perjudicado, como a Chesterton –creo yo– haber sido un inteligente defensor del cristianismo. Afortunadamente, hace poco una editorial madrileña, Ciudadela, en su colección “El Buey Mudo”, ha publicado algunas obras de sus obras: El Estado servil, Napoleón y Europa y la fe. Esos libros son la oportunidad para volver a leer a este autor un poco olvidado. En internet también están muchas de sus obras, digitalizadas, tanto en inglés como en español. El fragmento que se encuentra más abajo, lo extraje de aquí; fue publicado originalmente en 1908, y hace parte del libro On nothing & kindred subjects. Hilaire Belloc es un excelente autor por redescubrir; espero que el breve ensayo que aquí traduzco despierte de alguna forma la curiosidad por este gran escritor.

Sobre la enfermedad de mi musa.

Por Hilaire Belloc.

El otro día noté que mi Musa, que había estado por mucho tiempo indispuesta, silenciosa y huraña, mostró signos de verdadera enfermedad.

Aunque entre mis hábitos no se haya el consentir perros, gatos u otros similares, mi Musa mostraba una apariencia tan penosa que decidí llamar un médico; no sin antes enviarla a la cama con una botella caliente, una cena ligera, y con otras tantas comodidades que las Musas suelen valorar. Todo lo que pudo hacerse por la pobre pequeña se hizo escrupulosamente; un agradable fuego se encendió en su cuarto, y un buen número de periódicos de los que gustaba de leer en sus ratos de ocio fueron comprados en una tienda cercana. Una vez bebió su vino y leyó por completo el Daily Telegraph, el Morning Post, el Standard, el Daily Mail, el Daily Express, el Times, el Daily News, e incluso el Advertiser, me complació verla sumergirse en un profundo sueño.

Confesaré que los celos que fácilmente se avivan entre los sirvientes cuando alguno de ellos es tratado con especial cortesía, me inquietaron un tanto. Me vi en apuros al explicar a la servidumbre no solo la grave indisposición que la Musa sufría, sino también la obligación que tenía para con ella por cuenta de sus virtudes, a saber: su largo y fervoroso servicio, su voluntariedad, y el exceso de trabajo que había ejecutado recientemente. Sus consiervos, para mi sorpresa y placer, participaron de inmediato del espíritu de mi apología: la criada de la despensa ofreció asistirla toda la noche, o al menos hasta que la enfermera llegara; el ayuda de cámara, con una disposición –debo confesar– verdaderamente sorprendente para una persona de su orgullo, se ofreció a ir él mismo por paja a un establo vecino.

Posteriormente descubrí que la causa del afecto que la Musa había despertado en todos los habitantes de la casa descansaba en su amable y desinteresado temperamento. En dos ocasiones, inspiró en el marmitón versos que más tarde aparecieron en el Spectator, y con regularidad semanal prestó su ayuda al cocinero en la redacción de esas técnicas reseñas con las que –según parecía– aquel empleado pudo incrementar su generosa paga.

Seis horas completas había dormido la Musa para el momento en que llegó el doctor –un especialista en la materia hasta ahora consultado (me enorgullece decirlo) por hombres eminentes tales como Mr. Hichens, Mr. Churchill y Mr. Roosevelt, cuando sus Musas se han sentido ligeramente indispuestas. De hecho, se trata de aquel médico que operó de afasia la Musa del fallecido Mr. Rossetti, justo antes de su deceso. Altos son sus honorarios, pero estaba dispuesto a pagar; y ciertamente nunca habría aceptado –como sí lo han hecho, lamento decirlo, muchos de mis vergonzosos contemporáneos– contratar a un veterinario para semejante ocasión.

El especialista, con aire resuelto, se acercó al sofá donde la paciente yacía; la despertó según la vieja fórmula y procedió a preguntarle por sus síntomas. Pronto descubrió su agudeza, y pude ver por su actitud que se encontraba en extremo ansioso. La Musa había empeorado de tal forma que era incapaz de dictar, incluso, un pequeño verso blanco, y el malestar había afectado su mente hasta el punto de perder toda memoria del Parnaso –delirantemente sostenía que había nacido en los home counties[2]; en Uxbridge, para ser precisos. Cada una de sus frases era un deplorable lugar común, y cuando el doctor posó su estetoscopio y le rogó intentara algún verso, lo mejor que pudo ofrecernos fue un soneto sobre la expasión del imperio. Tal era su debilidad que a lo sumo podía permanecer despierta, y eso que flojamente, mientras se declaraba a sí misma totalmente incapaz de surgir, expandir, elevar, atormentar o realizar cualquier otra actividad propia de su labor.

Una vez concluyó el examen, el doctor me apartó para preguntarme de qué escritos se había alimentado la paciente recientemente. Le enumeré entonces sus lecturas: la prensa diaria, algunas reseñas, telegramas venidos del puesto de guerra más lejano, y, ocasionalmente, debates parlamentarios. En esas, meneó su cabeza y me preguntó si, últimamente, no se había exigido mucho de ella. Admití que había realizado, en el último año, una cantidad considerable de trabajo para una Musa de su edad, si bien la calidad era dudosa y yo –me apresuré a agregar– era el último a quien culpar pues, sin mi permiso, había desperdiciado no pocos de sus poderes en otros, especialmente en el marmitón y el cocinero.

El doctor tuvo entonces la gentileza de escribir una fórmula en latín y agregar esas recomendaciones generales que comúnmente son de mayor valor que la medicina. Debía guardar cama; cualquier tipo de literatura moderna estaba prohibida, a menos que Swift y Milton puedan ser admitidos como modernos, e incluso estos autores y sus predecesores debían ser admitidos en cantidades moderadas. Si aparecía algún signo de hipérbaton, arcaísmo o neologismo, éste debía ser estimulado de inmediato; pero de estos –agregó– había poco peligro. No dudaba que en unas pocas semanas la tendríamos en pie de nuevo, mas me advirtió que no le permitiera trabajar demasiado pronto.

“No le permitiré”, dijo, “emprender ningún esfuerzo hasta tanto pueda inspirar, en un día de doce horas, por lo menos 18 cuartetos lúcidos, gramaticales y conmovedores. En cuanto a versos sueltos, citas, frases sutiles, entre otras, no son signo de mejoría, sino más bien lo contrario”.

También, me rogó prohibirle cualquier lectura en griego o latín, mas logré tranquilizarle diciéndole que la Musa desconocía totalmente dichas lenguas –ante lo cual expresó cierto placer y no menor asombro.

Por último, me informó que estaba obligado a irse; la temporada era difícil y jamás había contemplado un colapso tan generalizado entre las Musas de sus clientes.

Juzgué cortés acompañarlo hasta la puerta y preguntar por sus más distinguidos pacientes. Le complacía informarme que la musa del Arzobispo de Armagh estaba bastante vigorosa a pesar de la edad de su ilustrísimo maestro; jamás había conocido a una dama de mayor coraje e inventiva. Pero cuando pregunté, mientras le tendía la mano hasta su coche, sobre la Musa de Mr. Kipling, su cara tomó un aire grave de inmediato; luego me indagó, “¿No se ha enterado?”

“No,” dije; pero tenía un fatal presentimiento sobre la siguiente frase y, en efecto, estaba casi preparado para recibirla cuando respondió con tono solemne:

“Ha muerto”.



[1] Borges anota con humor: “Una leyenda –corroborada por los censos de los catálogos y por la propia confesión de Belloc– refiere que escribió más de cien libros.

[2] Expresión que se refiere a los condados que rodean Londres.


10/6/10

1/6/10

Kafka U.S.A

Hoy, en clase de History of English Language, viendo los períodos y los representantes más importantes en la historia de la literatura en lengua inglesa:

«Modern Period
Fiction:
James Joyce (Dubliners, A Portrait of the Artist as a Young Man) Franz Kafka (The Metamorphosis, The Trial, The Castle), Ernest Hemingway...»