17/9/10

En vitrina:


Georges Perec: Especies de espacios. Montesinos.

José Manuel Arango: Poesía completa. Sibila.

João Guimarães Rosa: Gran Sertón: Veredas. Adriana Hidalgo.

14/9/10

Tournier celebra

Michel Tournier cuenta que le hubiera gustado escribir El diario de a bordo de Noé, imaginar los días que el santo de las inundaciones estuvo encerrado en el arca. Pero que después supo de un texto de Proust, que trascribe:

Cuando yo era niño, ningún personaje de la Historia sagrada me parecía tan digno de compasión como Noé, a causa del Diluvio que le mantiene encerrado en el arca durante cuarenta días. Más tarde estuve enfermo a menudo, y también tuve que permanecer durante largos días en el “arca”. Entonces comprendí que jamás pudo Noé ver mejor el mundo que desde el arca, a pesar de que estuviese cerrada y que la tierra estuviese oscura.


Después de leer esto Tournier resuelve la pregunta “¿Qué hacía Noé en medio de aquel zoológico, sin duda tan amodorrado como él?”: “La respuesta está clara. En la oscuridad tambaleante del arca, con una lechuza posada sobre su hombro y con el escritorio apoyado en la giba de un dromedario, Noé escribía
En busca del tiempo perdido”.

Este tipo de cosas es Tournier; escribir celebraciones así. Por eso Michel Tournier está en esta frase de Flaubert que él mismo anota en
El vagabundo inmóvil: “Seca tus pobres ojos y resérvalos no para llorar, sino para ver. Pues todo está ahí: ver. Todo está ahí para comprenderlo, y por encima de todo se trata de comprender. Si vieses mejor, sufrirías menos y trabajarías más”.

Un libro, entonces, puede hacer comenzar una librería. Abrir las puertas después de convencer editoriales, distribuidores, organizar una vitrina llamativa, encargar muebles, poner tal vez un cuadro, porque las paredes todavía se ven muy vacías, y tener todo listo para que llegue un día en una caja (ese es el deseo) el libro, ese libro que salde la aventura. Creo que conozco a ese librero. Michel Tournier escribe al comienzo de Celebraciones: “No hay nada como la admiración. […] Quien no es capaz de admiración es un miserable. Ninguna amistad sería posible con él, puesto que no existe amistad sin compartir admiraciones comunes. Nuestros límites, nuestras insuficiencias, nuestras pequeñeces tienen su cura en la irrupción de lo sublime ante nuestros ojos”. Es esta admiración, precisamente, la que luego comienza a presentarse en otros libros, y uno se emociona, se alegra, no es uno sino muchos libros los que se convierten en justificación... Pero eso sí, nadie me quita de la cabeza que Michel Tournier escribió El vagabundo inmóvil para que naciera Libélula Libros.

La casa parroquial de Tournier, en Choisel, dibujo de Jean Max Toubeau, página 38 de El vagabundo inmovil, Alfaguara, 1988.

Michel Tournier vive en una casa de campo, un “presbiterio” del valle de Chevreuse hace 48 años. Al comienzo la tuvo como un lugar de visita, luego decidió quedarse ahí “por la rutina, para siempre…”, la volvió su pareja. Una casa al lado del jardín de una iglesia: “Turbadora afinidad de las palabras: casa-museo, tierra-ceniza, jardín-cementerio, Kierkegaard=jardín de iglesia=cementerio”. Tantos años en esa casa le mostraron que los árboles se odian: “Me explico. Hace veinticinco años planté dos abetos en mi jardín. Medían un metro cincuenta y los coloqué a diez metros de distancia el uno del otro. Ahora deben medir unos quince metros, y sus ramas interiores pronto se tocarán. Pero si los observo a cierta distancia, compruebo que no han crecido en línea recta. A pesar de la distancia que los separa, han crecido ligeramente al bies, como para separase el uno del otro. Es como si cada árbol emitiera unas ondas repelentes destinadas a los demás árboles. Se lo comenté al encargado de un vivero. Me confirmó que sólo crecen hermosos los árboles plantados aisladamente, con un espacio a su alrededor prácticamente infinito para expandirse. Sí, los árboles se odian entre sí”; que las aguas de su pozo, que están a más de diez metros por debajo del cementerio vecino están contaminadas por los cadáveres en descomposición; que el helicóptero del presidente Mitterand podía aterrizar sin problemas en algún campo cercano, cuando lo visitaba…

Un árbol torcido, dibujo de Jean Max Toubeau, página 106 de El vagabundo inmóvil.

...

Michel Tournier tiene 85 años, cuenta que está cansado, que se aburre, que ya no viaja, hace veintiséis años escribió: “Envejecer. Dos manzanas en un estante para el invierno. Una se hincha y se pudre, la otra se reseca y se convierte en polvo. Elegid, si podéis, esta segunda vejez, dura y ligera”. L'Express hace unos meses lo visitó en Choisel, aquí el video y la historia. (Hace frío, adentro se ve un cuarto lleno de cosas viejas: "A veces siento veleidades de ruptura, de liberación. Vender, tirar toneladas de antiguallas, y todas las costumbres con ellas. ¡Qué joven me llegaría a sentir! Y luego, cuando lo pienso mejor, ¡igual sería que me apuntara un brazo o una piedra!" Se alcanza a ver su gorra, se oyen varios maullidos: casi imposible que sea Sacha, el gato que hace más de veinte años desaparecía a voluntad por la casa y luego, cuando Tournier le preguntaba, "Pero bueno, ¿dónde estabas?", alzaba los ojos como diciendo "¿Yo? ¡Pero si no me he movido!")



«En primer lugar debemos recordar que los espejos han llegado muy tarde a nuestras vidas, apenas a comienzos del siglo XV. Los primeros espejos de vidrio de Venecia eran objetos de lujo, reservados para las clases privilegiadas. Cuesta concebir que durante siglos el común de los mortales falleciera sin haber visto su propio rostro; la mayoría de la gente no había visto jamás un espejo.
La Galería de los Espejos, en Versalles, era el orgullo de Luis XIV, era la prueba de su inmensa fortuna. Esto hoy nos da lo mismo, pero a la época de Luis XIV era fabuloso.
Era el caso de una pareja de campesinos que recibieron un día la visita de un próspero viajero. Lo alojaron en la mejor habitación de la casa. Cuando el viajero se fue a la mañana siguiente, el marido se dio cuenta de que había dejado una pequeña bolsa. La abrió y sacó un objeto brillante y extraño. El hombre quedó conmocionado: ahí estaba el rostro de su padre, muerto hacía diez años. El rostro lo miraba fijamente, y se veían claras las lágrimas acumulándose en los bordes de sus párpados; era él: ese que había muerto de pena, enemistado cruelmente con su hijo… un doloroso drama familiar.
Nuestro hombre volvió a poner el objeto en la bolsa y se apresuró a salir.
Su mujer notó que estaba alterado:
–¿Qué es lo que te pasa?
Él se contentó con alzar los hombros y salió hacia su trabajo. La mujer se quedó preocupada y finalmente entró también en la habitación.
Encontró la bolsa, la abrió y sacó el espejo. Se quedó viendo.
La desesperación la invadió, “es cierto lo que temía, pensó, él me engaña, y además, ¡ella es vieja y fea!”»

...

No deja de ser increíble la ignorancia de los espejos (¿y el reflejo en el agua?). Aquí otra versión, recogida por Jean-Claude Carrière:

El espejo chino

El espejo es a menudo accesorio del sueño.
Un campesino chino se fue a la ciudad para vender su arroz. Su mujer le dijo:
-Por favor, tráeme un peine.
En la ciudad, vendió su arroz y bebió con unos compañeros. En el momento de regresar, se acordó de su mujer. Ella le había pedido algo, pero ¿qué? No podía recordarlo. Compró un espejo en una tienda para mujeres y regresó al pueblo.
Entregó el espejo a su mujer y salió de la habitación para volver a los campos. Su mujer se miró en el espejo y se echó a llorar. Su madre, que la vio llorando, le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo diciéndole:
–Mi marido ha traído a otra mujer.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
–No tienes de qué preocuparte, es muy vieja.

El círculo de los mentirosos. Cuentos filosóficos del mundo entero. Lumen, p84.

12/9/10

Cuartos de escritores: Eduardo Berti


Nunca tuve lo que se llama una “habitación de escritura”. O, mejor dicho, aun cuando alguna vez la tuve nunca logré que funcionara rigurosamente como tal. Durante casi una década, entre mis veinte y treinta años, me gané la vida (y, más que eso, disfruté y aprendí mucho) trabajando en distintas redacciones periodísticas, sobre todo la del entonces flamante diario Página/12 de Buenos Aires, donde tuve la buena suerte de estar rodeado no sólo de excelente periodistas, sino también de brillantes escritores de toda clase: reconocidos como Juan Gelman u Osvaldo Soriano, más o menos en ciernes como Martín Caparrós, Marcelo Birmajer o Rodrigo Fresán, secretos como el aún inédito Salvador Benesdra, de culto como Miguel Briante y muchos más –hombres, en su mayoría–, desde Enrique Medina a Antonio Dal Masetto.

Para calmar mi deseos (o mi vanidad) de escribir, lo más común era que cada dos por tres me escabullera de la redacción a algún café de la zona, casi siempre con el pretexto de una entrevista o de una valiosa información. No era recomendable ir al bar de la esquina (el que Soriano apodaba “la mueblería” porque, sí, parecía un negocio de venta de feos muebles como tantos otros en la misma avenida Belgrano), era mejor buscar un sitio más oscuro y menos frecuentado por los colegas de la redacción. En cualquier caso, mis lugares de escritura eran a tal punto los bares que me fui acostumbrando a ellos —para horror de quienes ven a los escritores de café como ingenuos postulantes a una bohemia ilusoria— y, cuando ya no frecuentaba redacciones, cuando ideé otras formas de ganarme el pan porque ya no disfrutaba como antes con el periodismo, si bien monté en mi casa de Buenos Aires un “cuarto de escritura”, éste terminó cumpliendo más bien funciones accesorias: alojar buena parte de mis libros o esconder ese horrible objeto que era mi primera computadora, tan alejada del diseño delicado y casi invisible de las portátiles de hoy.

Suelo escribir a mano en pequeños cuadernos que caben en algún bolsillo. Tarde o temprano, vuelco eso en la computadora de turno, imprimo en letra grande si me sobra tinta y papel o en letra más apretada si ando en aprietos de dinero y sigo corrigiendo en la página impresa, con bolígrafo azul la primera vez, con rojo o verde si emprendo nuevas lecturas. Hay ligeras variantes, claro. A veces escribo tan sólo en las carillas impares (a la derecha del cuaderno) y reservo las pares para enmiendas, variantes o agregados, por ejemplo. A veces llevo dos cuadernos a la vez: uno para escenas largas, otro para fragmentos o apuntes aislados que seguramente emplearé. Lo invariable es que me cuesta trabajar en un lugar fijo. ¿Para qué echar una especie de ancla cuando uno puede navegar? Incluso cuando me tienta escribir en casa, cosa que también ocurre, no tengo empacho en hacerlo en la bañadera, en la cama, en un sillón o en la mesa de la cocina.

Escribí gran parte de “Todos los Funes” en unos largos viajes en tren que debí emprender por entonces. El movimiento me resultó especialmente inspirador.

Escribí gran parte de “La mujer de Wakefield” durante una serie de viajes/escapadas a Montevideo. Era primavera, verano u otoño; hacía, casi siempre, buen tiempo. Yo caminaba por las calles, armaba una o dos frases en mi cabeza, me sentaba en cualquier lugar (en bancos públicos, recuerdo), apuntaba esa frase y seguía caminando. Tiempo después leí que a Chico Buarque le gustaba (tal vez le gusta todavía) componer así canciones.

Sé que muchos escritores no podrían trabajar sin la “room of our own’ de la que hablaba Virginia Woolf (“una mujer, si quiere escribir ficción, debe tener dinero y una habitación para ella sola”). Yo he descubierto que el ruido compacto de un bar, del tránsito urbano o del rumor de un tren u otro transporte público me distrae menos y estimula más que la voz clara y puntual de un vecino. Es como con la música de fondo: imposible escribir si hay un cantante o la presencia “muy cantante” de cierto instrumento solista.

Este texto, por ejemplo, lo empecé a escribir en un rincón del Paseo del Prado, no lejos del museo del mismo nombre, en Madrid, y lo terminé en mi casa, con la computadora sobre las rodillas.

Eduardo Berti (1964) nació en Buenos Aires. Es autor de las novelas Agua (Tusquets), La mujer de Wakefield (Tusquets), Todos los Funes (Anagrama) y La sombra del púgil (Norma/La Otra Orilla). Como cuentista ha publicado Los pájaros (Páginas de Espuma) y La vida imposible (Emecé). Su trabajo como traductor incluye textos como Con Borges, de Alberto Manguel, los Cuadernos norteamericanos de Nathaniel Hawthorne y Lady Susan, novela de Jane Austen publicada por La Compañía, donde es director editorial. Agradecemos su colaboración con este texto.

6/9/10

Un ensayo de Robert Louis Stevenson.


"A medida que el tiempo pasa las virtudes de un escritor se despliegan y determinan si éste tiene la fuerza suficiente para vivir. ¿Vivirá Stevenson? Indudablemente. Su inmortalidad es segura; más que la de autores mucho más populares. La venta de sus libros tal vez no sea abundante, y quizá desaparezca del mercado literario de vez en cuando, pero siempre será revivido (...) Pues otorga a sus lectores el doble regalo de la personalidad y el estilo".

Con estas palabras inicia G.K. Chesterton el libro que dedicó a Stevenson en 1902. Cuando leemos a Stevenson recibimos un regalo, ¡qué duda cabe! Nada más valioso para mí que haber descubierto sus ensayos (Juego de niños y otros ensayos) y su poesía (Cantos de viaje). El entusiasmo es tal que después de leer a Stevenson siento algo que me pasa con poquísimos autores: siento el deseo de contagiar a otros mi gusto. Y es con ese ánimo, de hacer posible que otros -por pocos que sean- lean a Stevenson, de revivirlo, que traduje parte del ensayo Sobre algunos aspectos técnicos del estilo literario. En este texto Stevenson muestra su detallado conocimiento del oficio de escribir, su capacidad para transmitir a los demás esa profunda conciencia de la escritura y su idea personal de la tarea del escritor. Fue publicado por primera vez en la Contemporary Review, abril de 1885.


John Singer Sargent. R. L. Stevenson and his wife. 1885. © Crystal Bridges Museum


Sobre algunos aspectos técnicos del estilo literario.
Por R.L.S.

Nada menos encantador para el hombre que la revelación de los mecanismos de cualquier arte. Nuestras artes yacen totalmente en la superficie; es allí donde percibimos su belleza, aptitud y significado; husmeando debajo nos arriesgamos a ser horrorizados por el vacío y aturdidos por la vulgaridad de cuerdas y poleas. De manera similar, la psicología, cuando se le exige alguna delicadeza, termina por descubrir una detestable necedad; pero ello depende más del error en nuestro análisis que de cualquier pobreza innata en nuestra mente. En estética, acaso, la razón es la misma: aquellas revelaciones que parecen fatales a la dignidad del arte, parecen tales, quizá, sólo en proporción directa a nuestra ignorancia; y aquellos artificios, conscientes o inconscientes, que parecen indignos de ser empleados por el artista serio, eran ya, si tuviéramos el poder de rastrearlos hasta sus orígenes, señales de una delicadez del sentido más fina que la que podemos concebir y rastros de antiguas armonías de la naturaleza. La ignorancia al menos es hondamente irremediable. Nunca aprenderemos las afinidades de la belleza pues ellas descansan demasiado hondo en la naturaleza y demasiado atrás en la misteriosa historia del hombre. El aficionado, en consecuencia, siempre recibirá rencorosamente detalles del método, que si bien puede ser enunciado nunca puede ser completamente explicado; aún así, según el principio formulado en Huidibras[1],

“Cuanto menos entienden,

Más admiran el juego de manos”[2]

muchos son conscientes, con cada nueva revelación, de una disminución en el ardor de su placer. Debo advertir, por tanto, a ese bien conocido temperamento, el lector común, que estoy aquí embarcado en la más insípida empresa: descolgando la pintura para observarla por detrás; y, como el niño curioso, desarmando, pieza a pieza, el carrito musical.

1. La Elección de las Palabras. El arte de la literatura sobresale de entre las demás artes porque el material con el que el artista literario trabaja es el dialecto de la vida; de ahí, por un lado, una extraña inmediatez y frescura para dirigirse hacia el genio popular, el cual está preparado para entenderlo; pero, de ahí, por otro, una singular limitación. Las demás artes disfrutan del uso de un material dúctil y maleable –como la arcilla del escultor–; sólo la literatura está condenada a trabajar con un mosaico de finitas y bastante rígidas palabras. Habrán visto ustedes aquellos bloques de juguete de las guarderías: este, una columna; aquel, un frontón; un tercero, una ventana o un jarrón. Con bloques de tan arbitraria dimensión y figura es con los que el arquitecto literario está condenado a diseñar el palacio de su arte. Y esto no es todo; porque desde que estos bloques, o palabras, son la divisa aceptada en nuestras ocupaciones diarias, no hay aquí posibilidad alguna para esas supresiones por las que otras artes obtienen alivio, continuidad y vigor: ningún toque jeroglífico, ningún dócil impasto, ninguna sombra inescrutable, como en pintura; ninguna pared virgen, como en arquitectura; cada palabra, frase, sentencia y parágrafo debe avanzar en un progresión lógica y comunicar un significado comprensible y definido.

Ahora, el primer mérito que llama la atención en las páginas de un buen escritor, o en la charla de un conversador brillante, es la apropiada elección y contraste de las palabras empleadas. Es, realmente, un extraño arte asir estos bloques, rudamente concebidos para los propósitos de la taberna o el mercado, y por el toque de la laboriosidad depurarlos hasta sus más finos matices y significados; restaurarles su energía primigenia; dirigirlos con agudeza hacia otro asunto o hacer de ellos un tambor que despierte las pasiones. Pero aunque esta forma del mérito es, sin duda, la más sensible y seductora, está lejos de estar presente, igualmente, en todos los escritores. El efecto de las palabras de Shakespeare, su singular justicia, importancia, encanto poético, es diferente, sin duda, del efecto de las palabras de Addison o Fielding. O, por poner un ejemplo más cercano, las palabras de Carlyle parecen electrizadas por la energía de un semblante similar al de hombres furiosamente conmovidos; mientras que en Macaulay parecen suficientemente aptas para anunciar su significado, suficientemente armoniosas en su tono, y a pesar de todo se resbalan de la memoria, como elementos indistinguibles en un efecto general. Pero los escritores de primera no poseen el monopolio del mérito literario. En cierto sentido, Addison es superior a Carlyle; en otro, Cicerón es mejor que Tácito, y Voltaire excede a Montaigne: este hecho ciertamente no descansa en la elección de las palabras; ni reposa en el provecho o valor del tema; tampoco yace en la fuerza intelectual, poética o humorística. Los tres primeros son simples infantes para los tres últimos; y, aún así, cada uno, en una parte singular del arte literario, excede a su superior en el todo. ¿Cuál es esa parte?

Firma de Stevenson

2. La Trama. La literatura, aunque sobresale en razón del uso frecuente y gran destino de sus medios en las ocupaciones de los hombres, es, con todo, un arte como las otras artes. De estas, debemos distinguir dos grandes clases: aquellas artes, como la escultura, la pintura, la actuación, que son representativas, o, como se solía decir muy torpemente, imitativas; y aquellas como la arquitectura, la música, y la danza, que son autosuficientes y meramente presentativas. Cada clase, gracias a esta distinción, obedece a principios diferentes; con todo, ambas pueden alegar un terreno de existencia común y puede decirse, con suficiente justicia, que la causa y fin de cualquier arte es crear un patrón. Un patrón de colores, de sonidos, de posturas cambiantes, de figuras geométricas o de mímicas líneas; siempre un patrón. Es ese el plano en el cual las hermanas confluyen: por esto son artes; y si estuviera bien, ellas deberían, de cuando en cuando, olvidar su pueril origen, dirigiendo su inteligencia hacia viriles tareas y llevando a cabo inconscientemente esa función necesaria de su propia vida: crear un patrón, pues es un imperativo que éste sea creado.

La música y la literatura, las dos artes temporales, derivan su patrón de sonidos en el tiempo; o, en otras palabras, de sonidos y de pausas. La comunicación es posible a través de palabras rotas; las ocupaciones de la vida pueden ser llevadas a cabo con sustantivos solamente; pero no llamamos a eso literatura; la verdadera ocupación del artista literario es trenzar o tejer el significado de las palabras, envolviéndolo alrededor de sí; de modo que cada oración, por medio de frases sucesivas se convierta en una suerte de nudo, y luego, tras un momento de suspenso, se desate y resuelva a sí misma. En cada oración propiamente construida debe estar presente este escollo o nudo; pues así (aunque delicadamente) somos llevados a prever, a esperar y luego a acoger las frases sucesivas. El placer puede ser elevado por un elemento de sorpresa como, muy crasamente, sucede con la común figura de la antítesis, o con mucha más sutileza, cuando una antítesis es primero sugerida y, después, diestramente abandonada. Cada oración, además, debe ser hermosa en sí misma; y entre la implicación y la evolución de la oración debe haber un satisfactorio balance de sonido; pues nada, con mayor frecuencia, decepciona el oído que una oración sonora y solemnemente preparada pero débil y precipitadamente terminada. Tampoco el balance debe ser demasiado sugestivo y exacto, ya que la norma número uno consiste en ser infinitamente variado: interesar, decepcionar, sorprender y también complacer; nunca dar la misma puntada y, al mismo tiempo, ser ingeniosamente pulcro.

Un prestidigitador hace malabares con dos naranjas. El placer que nos produce contemplarlo nace de esto: ninguna es, ni por un instante, olvidada o pasada por alto. Del mismo modo sucede con el escritor. Su patrón, cual es complacer el oído suprasensible, está dirigido, más allá y primero que todo, a las demandas de la lógica. Cuales sean las imprecisiones, como quiera que el argumento sea intrincado, la pulcritud del tejido no puede sufrir; si así fuera, el artista se mostraría injusto con su diseño. Ninguna palabra debe ser seleccionada, ningún nudo debe ser atado entre las oraciones, a menos que nudo y palabra sean lo que precisamente se requiere para desarrollar e iluminar el argumento; fallar en esto es estafar en el juego. El genio de la prosa rechaza el cheville no menos enfáticamente que las leyes del verso; y el cheville, debo tal vez explicar a algunos de mis lectores, es cualquier frase insensata o aguada empleada para lograr un equilibrio fonético. Patrón y argumento viven uno en el otro; y es por la brevedad, claridad, encanto o acento del segundo que juzgamos la fuerza y aptitud del primero.


[1] Poema escrito por Samuel Butler en el siglo XVII.

[2] “Still the less they understand,
The more they admire the sleight–of–hand,”


1/9/10

En vitrina:


Davide Cali + Philip Giordano: La isla del pequeño monstruo negro-negro. Adriana Hidalgo.

Sergio Pitol: Una autobiografía soterrada (Ampliaciones, rectificaciones y desacralizaciones). Almadía.

Stig Dagerman: Otoño alemán. Sexto Piso.